miércoles, 6 de diciembre de 2023

El amor en los tiempos del Covid.








20 días de cuarentena, sin poder verse, ya eran demasiados. Sólo sus celulares podían aminorar la zozobra diaria de la distancia obligada, y cada noche, una vez terminadas las tareas que les demandaban sus respectivos teletrabajos, ingresaban a su aplicación de mensajería favorita, y se enfrascaban en intercambios, cada vez más largos, de amorosos mensajes, cargados de ternura y de la desesperación del abrazo por tanto tiempo postergado.
Esta noche, en particular, llevaban largo rato chateando y ninguno quería ser el primero en cortar, ninguno de los dos quería que su pareja fuese a pensar que amaba menos. Pero ya era tarde, había que despedirse y ella le envió los emoticones de la carita con beso y él se los devolvió a su vez, como siempre, y se dispuso a ir al baño primero, y luego a la cama. No alcanzó a alejarse del teléfono porque llegaron otras tantas caritas a su pantalla. Ella insistía. Devolvió él más de las suyas nuevamente, pero muchos iconos de una vez. En cantidad aun mayor, de vuelta, casi desbordaron su aparato y él se sintió de alguna manera desafiado, por lo que, no queriendo dar su celular a torcer, llegó a hacer humear el teclado pulsando obsesivamente sobre la imagen de los besos tiernos. La respuesta fue todavía más contundente y también lo fueron los posteriores y sucesivos mensajes. Ni ella ni él querían ser quién capitulara primero y los minutos, y luego las horas, fueron pasando en un furioso y desaforado intercambio de amorosas despedidas. Los sorprendió la madrugada y cuando cada uno buscó su cargador para apuntalar sus escuálidas baterías ya era de noche nuevamente. No existía ya posibilidad alguna de tregua ni menos aún de rendición. La batalla sería a muerte, uno tiene su amor propio también. Al segundo día de combate los monitos eran menos y más espaciados pero porfiadamente, a punta de cóctels de café y bebidas energéticas para burlar el sueño y el extremo agotamiento, seguían llegando, de uno y otro lado. Al cuarto día hicieron su aparición los alcaloides mezclados con la receta anterior, cualquier medio era justificable para mantener el organismo en la lucha. Los ojos de cada uno eran unas masas turbias y rojizas, pero su orgullo resultó ser todavía más sanguinolento. Siguieron. Hasta que por fin, una de las despedidas no fue respondida por la contraparte. Durante largo rato ella esperó y esperó y, cuando estuvo por fin segura de que ya no llegarían más besitos en forma de tiernas caritas, se incorporó de golpe e intentó dar un salto junto con el grito de alegría que subía por su garganta pero éste, desgarradoramente, salió convertido en uno de dolor, producto de la aguda punzada que le traspasó el pecho y la dejó tirada a medio camino entre el celular, que ya no pudo manipular por la rigidez que atenazaba sus dedos y la puerta de calle, que la aisló finalmente de un eventual socorro. Antes de cerrar definitivamente los ojos alcanzó a vislumbrar, en la pantalla de su aparato, una pequeña carita, y luego otra, y otra, y otra. En un postrero y sobrehumano esfuerzo intentó alcanzar su teléfono pero fue en vano. El ramalazo que se llevó para siempre su aliento fue una mezcla de dolor y rabia. Más de la segunda que del primero, pero ya no pudo hacer nada y partió llevándose su humillación hacia el otro mundo. Nunca supo ella que al otro lado del espectro, un dedo pulsaba espasmódicamente la tecla determinada, cada vez que el coágulo que le taponeó la carótida, insistía en abrirse paso hacia el agonizante cerebro de su bienamado. Faltaban varios días de cuarentena aún, antes de que alguien les encontrara.




H. O, M., Santiago, Marzo de 2020.

jueves, 2 de mayo de 2019

Satisfaction.




Satisfaction. 


"I can't get no (¡tu, tu, tu, tun!) satisfaction (¡tu, tu, tu, tun!) I can't get no..." ¡No habría nunca mejor canción que ésa! pensaba, mientras atravesaba presuroso la Plaza del Hoyo. Sus acordes me llegaban nítidos desde la casa de la Javi, ahí cerquita, donde celebraríamos la fiesta de sus 17. Antes de entrar di una última mirada a mis pata de elefante y me sentí picho caluga, el rey de la noche en que por fin le pediría pololeo. No eran marca Fontana, como los del plomo del Ibáñez, comprados en la tienda oficial de Providencia, pero estos me los había hecho yo y eran todavía más anchos. Había cortado los jeans favoritos de mi hermana y estado toda la tarde con la máquina de coser de mi mamá, escondido en mi pieza, hasta que me quedaron flor. No me podían fallar. Cuando hice mi entrada triunfal, lo primero que vi fue a la Javi y al Ibáñez abrazados en un sofá; ella con su cara de estúpida le acariciaba los Fontana nuevecitos. Estuve hasta las doce descosiendo mis pantalones para luego tratar de arreglar los de mi hermana. Desde esa noche me cargan los Rollings.


                                                                                           H. O. M.
                                                                           Santiago, diciembre de 2018.  

Ana (y Manuel).




Ana (y Manuel).



Un revoloteo de alas lo saca del ensimismamiento y lo devuelve a la verde realidad de la tupida arboleda de la plaza. Una paloma, encaramada sobre su rodilla derecha, picotea las pocas migas que aún quedan en su palma extendida, con un ojo puesto en la tentadora comida y el otro en la mano libre del hombre, temerosa de que un sorpresivo y alevoso zarpazo le corte para siempre el aliento. A sus pies, una expectante congregación de aves aguarda ansiosa a que se renueve la lluvia de migajas que día tras día, sin faltar ni uno solo, el anciano les provee al promediar la hora de once.

Se había quedado pegado en las risas de los niños que, unos metros más allá, se persiguen subiendo y bajando de los multicolores columpios y resbalines de los juegos, en la soleada tarde de otoño. ¿Tendrán seis, siete años, tal vez? Más o menos los mismos que tienen sus nietecitos, Andreíta y Sebita, de Manuel José, su hijo mayor, y Carlita y Niquito, de Ana Luisa, la menor. ¡Tanto tiempo que no los ve! A ninguno de ellos, nietos e hijos. Habían quedado de venir para la Navidad pero problemas de última hora les habían impedido concretar la visita. Él entiende. Santiago es muy grande y no es fácil, con los niños a cuestas, atravesarlo desde el barrio alto hasta la humilde casa paterna, a pesar de que Ana le hace ver que, con los tremendos autos que tienen, igual podrían hacer el esfuerzo. Es que ella no entiende. Los regalos para los niños, con sus cintas y tarjetitas, quedaron a los pies del pino de plástico que, meses después de pasadas las fiestas, aún permanece con sus luces y adornos en la sala. Ana le insiste todos los días en que lo guarde, que ya no son fechas para tener armado el árbol de Pascua, pero él lo mantiene en su lugar y lo enciende de vez en cuando, imaginando las caritas de los niños abriendo sus paquetes. “Manuel, los niños ya no van a venir, guarda ese árbol. Los regalos servirán para la próxima Navidad, si los hijos pueden traerlos” puncetea su mujer. Es que ella no entiende. Pero él sí.

Espanta suavemente a la paloma de sus piernas, se sacude de las manos los últimos mendrugos con un escándalo de carreras cortitas y aletazos a su alrededor, se yergue trabajosamente del escaño de madera, coge su bastón y, arrastrando un poco los pies y cojeando de forma notoria, emprende el camino a casa. Antes parará en el boliche de la Jovita para comprar un par de cosas para la comida.

— ¿Ya se va, don Manuel?— lo saludan a la pasada.
— Sí, señora Rosa, ya se está poniendo frío y empieza a dolerme la rodilla. Además tengo que llevarle la cena a la patrona— responde él, jovial, deteniéndose y tocándose el ala del sombrero
— Aaaahhhh. ¿Y… cómo está la señora Anita?
— Bien, la vieja. Rezongona como siempre, pero firme como un roble. Que tenga una buena tarde, señora Rosita, hasta mañana— se despide, encaminándose al negocio de la esquina.
— Hasta mañana, don Manuel. Cariños a su señora— menea con pena la cabeza la señora Rosa, siguiéndolo con la vista mientras se aleja.

Mira a un lado y otro de la calle, aun cuando el semáforo está en verde y los vehículos detenidos desde hace largos instantes, y cruza abandonando la plaza por el paso de peatones. 
A medio camino cambia la luz, pero los conductores esperan pacientemente que llegue a la vereda antes de reemprender la marcha. Algo de respeto inspiran el bastón, las canas y las arrugas que luce su rostro.

— ¡Cómo está este bandido! Cada vez más grande tú, oye, parece que te alimentan con puro Alimento Meyer— irrumpe en el local don Manuel. —Buenas tardes, Jovita, que está grande y encachado su chiquillo, por Dios, cómo ha crecido.
— ¿Cómo está usted, don Manolito? Pero si lo vio ayer, no más, está igualito el Pedro.
— Es que crecen tan rápido estos cabros ahora. Juraría que hoy mide unos cinco centímetros más.— insiste el anciano, acariciando al pasar la cabeza del muchachito que ayuda a su madre en las tareas del emporio.
— Bueno, puede ser, con todo lo que come. Parece sabañón.— concede ella, conciliadora —¿Qué va a llevar, don Manolito?
— ¿Tiene algún recado para mí, Jovita?— pregunta él con fingida indiferencia.
— Pedro, ¿ha llamado alguien al caballero hoy día?
— No, mamá, nadie.
— Pucha, no, don Manuel, ningún recado para usted,
— Bueno, no importa, para otra vez será. Deme un par de bolsitas de té, pero del bueno, no de ése que me dio ayer, que no tiñe nada. Dos torrejas de mortadela y dos hallullitas. Una para mí y la otra para la bruja.
— ¿Para la señora Anita?
— ¿Y qué otra bruja va a ser? Es la única que tengo.— se ríe un tanto forzado él, mientras cuenta las monedas que deja en el mesón. —Y ahora me voy corriendo porque me van a retar por llegar tan tarde. Hasta luego, Jovita. ¡Chao, campeón!
— Hasta luego, don Manuel, no corra mucho que se puede caer de nuevo.— se despide la almacenera, mirándolo mientras él se aleja camino a su casa. —Que me da pena este caballero, con lo bueno que es.
— ¿Pena por qué, mamá?
— Termina de ordenar las verduras. Después te cuento.

Don Manuel camina lenta, cuidadosamente, por la accidentada vereda que conduce a su hogar. Las roturas en el pavimento son permanente motivo de cuidado para el encorvado anciano, desde la caída que sufriera tiempo atrás y que le costó, aparte de un prolongado período de convalecencia, tener que depender para siempre del bastón en sus traslados por la vida. Cada vez que sus pensamientos vuelven a esos días, su ánimo se nubla. Y no sólo por el recuerdo del dolor que le produjo la fea fractura de rodilla, sino también por el desgarro sufrido en su corazón. Durante los largos meses en que estuvo confinado en su vivienda ni Ana Luisa ni Manuel José vinieron a acompañarlo. Un llamado de tarde en tarde –aún tenían teléfono en la casa en ese entonces-, promesas de prontas visitas y las consabidas disculpas en la siguiente incómoda y breve llamada fueron todo lo que recibió de ellos. Pero los cuidados de sus vecinos, preocupados de que no le faltara nada, y el constante apoyo de Anita hicieron más llevaderos esos aciagos días de padecimiento. Sus hijos no pudieron venir. El trabajo, la distancia, las obligaciones, los niños… En fin, dolió, pero él entiende.


La tarde está por fugarse cuando la puerta de calle se abre revelando el sencillo mobiliario que adorna la pequeña vivienda. El anciano entra con cuidado, enciende una luz, cuelga el sombrero en la percha y va a la cocina a preparar la frugal cena para dos.

— ¡Anita, llegué! ¿Estás en la sala?
— Sí, mi amor, donde siempre. ¿Cómo te fue?— la suave y cariñosa voz de su esposa le llega desde el interior.
— Bien, mi vida. Les di el pancito que dejaste ayer a las palomas y compré algunas cosas ricas para la comida. La señora Rosa y la Jovita te mandaron saludos.
— Qué amables. Mañana se los correspondes, ¿ya? Diles que siempre me acuerdo de ellas.
— Ya, mi amorcito. Voy a preparar la comida. ¿Prefieres té solo o con un poco de leche?
— No tengo hambre, corazón, guarda mi pan para mañana y se lo das a las palomas.
— Pucha, amor, nunca comes nada.

La tetera lanza su pitido sobre el anafe a parafina y don Manuel lo apaga, vierte un poco de agua hirviendo sobre la bolsa de té que ha colocado en su tazón y con una hallulla y la mortadela se sienta en la mesa de la cocina. Come lentamente. El líquido caliente le entibia el cuerpo y lo pone de mejor ánimo.

— La Jovita me tenía un recado de la Anita Luisa.— comenta hacia la sala. —No la llamé de vuelta porque no llevé plata para el teléfono y no me gusta quedar debiendo. Dice la Anita que la próxima semana viene con los niños. 
— Ah, qué bueno, mi amor.
— Voy a encender el árbol un ratito para asegurarme de que las luces funcionan bien.
— ¡Pero, Manueeeel…!
— Un ratito, no más. Lo apago al tiro.

Anita, sentada en su mecedora, lo sigue con la mirada cuando su marido cruza frente a ella camino al rincón de la sala en donde está el pino navideño. De reojo, él se cerciora de que no esté molesta y no, ella le sonríe cuando lo ve pasar. Anita siempre sonríe. Activa el interruptor y la oscura sala se ilumina con los rayos multicolores de las luces navideñas. Él está feliz. Imagina el arbolito rodeado de niños expectantes por recibir sus regalos. Los ve abrazándolo agradecidos, llamándolos Tata a él y Lela a la Anita, que sonríe mirándolos dichosa también. Alumbrados por el resplandor del árbol, pasan el resto de la tarde conversando animadamente, hacen planes de comprar algunos pasteles y jugos para cuando vengan los nietos, coinciden en lo mucho que se parecen a sus hijos a esa edad, se ríen recordando algunas de sus maldades. Transcurre una linda velada hasta que Ana le recuerda a su marido que ya es hora de descansar, que apague las luces y vayan a la cama.

Don Manuel desenchufa el cable, se levanta, se dirige al dormitorio a encender la veladora. Luego vuelve a la cocina, apaga la luz y va a la sala donde levanta a su esposa con mucho cuidado, la conduce a la pieza y la deposita suave, amorosamente sobre el lecho, acomodando la almohada para que se sienta cómoda.
En el minúsculo baño realiza su ritual de aseo nocturno acostumbrado, se desviste con alguna dificultad, se pone el pijama y, con un suspiro de agrado, se introduce bajo las frazadas. Se inclina hacia su mujer, la mira unos instantes con adoración y le da un suave y tierno beso en los labios. Su aliento empaña por unos instantes el cristal del retrato en el que su Ana, sentada en su silla favorita, lo mira sonriendo amorosamente, como cada noche, como cada mañana, como cada tarde, desde hacen ya siete años, cuatro meses y unos cuantos días. 

— Buenas noches, mi vida, que duermas bien.
— Hasta mañana, mi cielo, que tengas lindos sueños— le responde ella con un susurro.

Con un chasquido del interruptor la habitación queda en penumbras.


                                                                                                 H. O. M.
                                                                                 Santiago, agosto de 2017.



miércoles, 1 de mayo de 2019

Coincidencias y malos entendidos.


Coincidencias y malos entendidos.



Un largo y agotador día, sin duda, pero Eduardo Gracia sonríe aliviado: el minutero del reloj control se afana ya en las últimas tres barritas que son los últimos tres barrotes que lo separan de la diaria libertad after hour. Disimuladamente, para que nadie repare en su premura por partir —le costaría una andanada de arteras pullas de parte de sus compañeros y una condenadora levantada de cejas de su jefe— Eduardo Gracia comienza a ordenar su escritorio y a guardar la papelería para archivar el día siguiente en sus correspondientes cajones. Junto a su maletín, en el piso, reposa la bolsa plástica de la Librería Nacional con los útiles de dibujo que Camila, Camilita, su chiche, le pidió como regalo de cumpleaños, y que Eduardo adquirió concienzudamente en la Librería Nacional sacrificando íntegra su, de por sí, escasa hora de almuerzo. Lo de hora es un eufemismo, cuando anda con ataque de buena voluntad el jefe les concede treinta minutos, pero pareciera que hace tiempo ya se vacunó. Pero aun así Gracia cumplió su cometido feliz porque hoy es el día exacto del onomástico de su tesoro. Cayó en viernes este año, por lo que al día siguiente se celebrará con la familia; los primos, tíos y abuelos que llegarán ansiosos y voraces como langostas en manda y que, después de interminables horas del suplicio de interminables conversaciones interminablemente insulsas se irán, como siempre, insatisfechos y pelando por cada detalle que no calce con sus ideas de cómo debe vivirse la vida, la propia y sobre todo la ajena, dejando el salón, jardín, baños y cocina en un lamentable estado de tierra arrasada. Año tras año. Pero hoy… hoy no; hoy es la celebración íntima de ellos, su esposa Silvita, su hija Camilita y él, el rey de la casa.
¡Las siete, por fin! Hoy el sádico reloj-control se demoró más que otras veces, con su cansino paso de anciano senescente, que ojalá repitiese en las mañanas en el acuse de la hora de entrada. No, ahí sí que avanza ágil, gracioso y veloz, como una colombina alegre y feliz. Y sádica, por cierto, como disfrutando cada minuto que le roba a su tarjeta de entrada, cada peso que le merma a su raquítico cheque de fin de mes.
Pero ya está afuera, eso es lo que importa. Todo lo demás es secundario, todo lo demás —el reloj, el sueldo, los imbéciles de sus compañeros, el pelotudo del jefe— puede esperar hasta mañana de nuevo. Lo que importa ahora es apurar el paso para llegar cuanto antes a casa, a soplar las velitas y cantarle el japibersdei a la Camilita. Cinco años cumple hoy su tesoro, su preciosura, y tan linda ella. No le pidió un celular, ni una Barbie, ni una tablet… le pidió simplemente ¡un block grande, papá, y hartos lápices rojos de todos los colores! Linda ella, qué criatura más consciente y adorable. Se ríe solo de puro contento.

Cruza raudo, en dirección al norte, el Parque Forestal, dejando atrás la oficina, sorteando a los rabiosos ciclistas y las furtivas parejas que se han puesto de acuerdo para ponerse por delante y entorpecerle el paso, para demorarlo aún más en su camino de vuelta a casa. Pero no le importa, la idea de ver la carita de felicidad de su nena al abrir la bolsa de regalo se superpone a la luz de los semáforos en rojo y al agua que salpican los automóviles que desvían a propósito su camino para pasar sobre los charcos en las cunetas y empapar de pies a cabeza a los desprevenidos peatones como él. Ha llovido sobre Santiago y las calles brillan a la luz de los faroles.
Llega al último semáforo carmesí —el color preferido de Camilita, es el que más ocupa así que le lleva hartos lápices en ese tono— y se detiene a esperar la luz de paso. Su pecho está henchido como globo de cumpleaños de contento, siente ganas de sonreírle a todo el mundo y contarle lo feliz, lo orgulloso, lo dichoso que lo hace ese portento de hija que tiene. Tarde llegó a su vida eso sí, no puede negarlo, su carnet indica que ya hace rato que superó la cincuentena. Su mujer, la Silvita, tanto más joven que él, un día cualquiera se quitó el dispositivo convencida de que ya no era necesario llevarlo y un par de meses después se volvió a convencer de que sí lo era.
La Silvita… esposa mejor que ella no podría siquiera imaginar, por mucho que se esforzase. Ejercicio que, por supuesto, no tiene el menor interés en realizar. Se siente feliz con su vida, con su familia, con lo que le tocó vivir. Cada cosa está donde tiene que estar y con eso le basta. Todo lo demás, secundario.
Mientras espera el cambio de luz un grupo de muchachas y muchachos de no más de quince o dieciséis años, se detiene a su lado. Por su vestimenta se ve que no vienen del colegio, sino que más bien se dirigen a algún carrete al barrio Bellavista. A alguna especie de previa tal vez, aunque es demasiado temprano aún, quizás qué motivo les trae por acá, pero da lo mismo, piensa, quién entiende a los jóvenes de hoy. Los de este grupo son bulliciosos y mal hablados y se sorprende y remece un poco con el calibre de los epítetos que se lanzan entre ellos, todo en medio de sonoras carcajadas y el humo de los cigarrillos que engullen como caramelos.
Al cambiar la luz del semáforo Eduardo Gracia y la muchachada, un solo pelotón, atraviesan la Costanera, enfilan por el puente Pio Nono y llegan a la otra esquina, en donde está la parada del bus que le sirve a él. Curiosamente, el grupo de adolescentes no sigue camino al barrio Bellavista, sino que se detiene en el mismo paradero, junto a Eduardo, al parecer también a la espera de algún microbús que les lleve a su destino.
A Gracia le incomoda un poco la situación. El lenguaje de los muchachos ha ascendido a un volumen escandaloso y descendido a niveles realmente groseros y no hay manera de que él deje de escucharlos. Sólo atina a mirar hacia otro lado, a los vehículos que pasan veloces en dirección al Oriente, a sus propios hogares en dónde, imagina él, otras Camilas y otras Silvitas esperan también ansiosas, como las suyas, la llegada del pater familias.

Ya ha oscurecido. Es Julio en Santiago, la noche cae temprano y todos los vehículos circulan con los focos encendidos. Eduardo estira el cuello por sobre el bullicioso tropel de jóvenes tratando de avizorar, entre el enjambre de luces, algún indicio de que se aproxima su bus, pero nada.
Para matar el tiempo revisa una vez más el contenido de la bolsa con los utensilios de dibujo que componen el regalo para Camila. Le enternece la vista de los lápices, rojos en gran proporción, que en las manitas pequeñas y tiernas de su hijita llenarán de asombrosas formas y mágicas tonalidades las hojas de ¡un block grande, papá, y hartos lápices rojos de todos los colores! Una lágrima de pura ternura amenaza con dejarse caer para mezclarse con las gotas de llovizna que humedecen su cara. Ha comenzado a garuar levemente.
Eduardo Gracia se sube las solapas de la chaqueta para cubrirse el cuello y lamenta no haberle hecho caso a Silvita cuando le sugirió que llevase un paraguas. Algún día tendrá que reconocer quién es la juiciosa de la familia. En eso nota que junto a él, muy próxima, casi tocándolo, empujándolo casi, dándole la espalda y absolutamente sumergida en el diálogo con sus amigos, se halla una jovencita de no más de quince años pero que, al parecer por la importancia que le dan sus compañeros, es la que lleva el pandero en el hiperventilado grupo. Es delgada, bajita, si no fuera por la provocativa vestimenta que lleva —falda muy corta, maquillaje en exceso, collares y pulseras que tintinean vivazmente al ritmo de su ampulosa gesticulación— pasaría por una inocente escolar como tantas de su edad. Su frondosa cabellera de un hermoso castaño claro le recuerda a la de Camila. Cada vez que gira la cabeza hacia un costado alcanza a verle la respingada naricilla, los ojos grandes y las largas pestañas que también se asemejan a las de su hija. Piensa que algún día su niñita será como ella. Así de grande y así de linda, pero eso sí, muy educadita, toda una princesita que jamás dirá malas palabras ni andará en malas compañías. Él se encargará de que eso no ocurra. Sin advertirlo, se ha quedado pegado en la contemplación de la hermosa chica, embobado en las comparaciones -y coincidencias- con su niñita. Tan ensimismado está en su evocación comparativa entre su hijita y la muchacha, que no se da cuenta de que ella ha reparado en sus miradas y le observa, a su vez, con cara de irritada interrogación. Eduardo Gracia cae por fin en cuenta de la situación y, sintiendo que el rubor le invade la cara, sólo atina a sonreírle, avergonzado y a la vez enternecido ante la visión futura de su Camila.

  ¿Qué mirai, viejo huevón?
El golpe lo vuelve a la realidad. No puede creer lo que escucha. Tomado completamente de sorpresa sólo alcanza a balbucear unas palabras de disculpa pero ya es demasiado tarde. Los acompañantes de la chica se han puesto en alerta y uno de ellos, en actitud muy agresiva, se para frente a él, mirándole directamente a los ojos al tiempo que se dirige a su amiga.
  ¿Qué onda, amiga? ¿Te está molestando este viejo rancio?
  Hace rato que cacho que el huevón está coqueteándome. Creerá que ando muy necesitada el asqueroso.
  ¿Qué te pasa con la mina, viejo de mierda? ¿Ah? ¿No veís que puede ser tu hija, pervertido culiao?
Eduardo Gracia enmudece, atónito, absolutamente desconcertado. No alcanza a asimilar bien lo que está pasando porque un fuerte empujón casi lo hace caer de espaldas, evitándolo a duras penas, afirmándose de mala manera en un poste de luz. Intenta articular alguna explicación cuando un primer puñetazo en el estómago lo deja sin aire. Despavorido, retrocede intentando recuperar el aliento, trastabilla, intenta sujetarse del tronco de un árbol pero ya cuatro o cinco muchachones se le van encima, a punta de combos, patadas y salivazos.
Desesperado, aterrorizado, clama por que lo dejen tranquilo, que todo fue un mal entendido, que él no tuvo intención de. Se cubre malamente la cabeza con su maletín y la bolsa que contiene el regalo para su Camila. Cuando advierte que la cosa va muy en serio y que los muchachones están realmente descontrolados, grita desesperadamente a los conductores de los autos que se han detenido en el semáforo implorándoles socorro. Desde la ventanilla del copiloto de uno de ellos, el más cercano, una señora grita que no le peguen, que va a llamar a los pacos y hace ademán de usar su celular. Algunos conductores, horrorizados con la golpiza, comienzan a tocar sus bocinas para espantar a los agresores. Pero algunas de las muchachas y muchachos del grupo se acercan a los vehículos y a gritos les explican que están castigando a un abusador de menores, que trató de aprovecharse de una niña inocente, que le metió la mano debajo del vestido, que tiene una cámara oculta en su maletín, que podría ser una hija de ellos. La mujer del auto deja el celular a un lado y, al momento de partir el vehículo, les grita con entusiasmo:
  ¡Entonces sáquenle la mierda a ese chuchesumadre!
Desde otro auto que también parte un señor de cierta edad saca medio cuerpo por la ventanilla al tiempo que aplaude solidario.
  ¡Bien, cabros, pa’ que aprenda ese asqueroso! ¡Denle duro, no más!
El choclón de autos se aleja y con ellos la débil esperanza de Eduardo Gracia de obtener alguna ayuda. Los pocos transeúntes que pasan miran de reojo y apuran el paso, desentendiéndose del suceso. Algunos de ellos, sin embargo, informados de lo que se trata por los portavoces de la pandilla, se detienen a gozar del espectáculo e incluso avivan a los muchachos y más de algún puntapié aportan a la paliza.
  ¡Tirémoslo al río!  exclama uno de ellos, más creativo.
Apenas consciente de que su única esperanza de liberarse es pasando al contraataque, Eduardo Gracia lanza algunas patadas y combos que escasamente llegan a destino y que sólo sirven para enardecer aún más a sus verdugos. El sabor de la sangre invade su garganta junto con dos o tres objetos pequeños que él intuye como algunos de sus dientes. Con el fin de poder acertarle mejor, uno de los muchachones le arranca de un tirón el maletín con que el agredido intenta amortiguar los golpes y trata de hacer lo mismo con la bolsa que contiene el regalo de cumpleaños de su hijita.
Gracia se aferra a él con ambas manos, intentando proteger su preciado tesoro.
  ¡Suelta, viejo culiao!— le espeta su agresor, al tiempo que da un feroz y definitivo tirón a la bolsa la que termina de romperse al tiempo que el block de dibujo y los lápices vuelan por el aire cayendo al suelo embarrado de llovizna.
— ¡Noooooooo!— grita Eduardo, despavorido.— ¡Los lápices no! ¡Los lápices no! ¡Camilaaaaaaaaa…!

Todo se inmoviliza. Las muchachas y muchachos y los espectadores quedan petrificados ante este aullido desgarrador, infrahumano. Desconcertados a su vez, los miembros de la pandilla dirigen interrogadoras miradas a la chica causante de los hechos.
  ¿Qué onda, Camila, te conoce? ¿Quién es este huevón? ¿De dónde sabe tu nombre? —se multiplican los murmullos al tiempo que ella emerge del grupo y se acerca al sollozante caído.
Entremedio de la sangre, las lágrimas y el barro que le cubren los ojos, Eduardo Gracia alcanza a reconocer la melena clara, las pestañas sedosas, la naricita respingada y los inmensos ojos que le observan con una mezcla de sorpresa, miedo e indignación y, tratando de incorporarse, estira sus brazos hacia ella. Los demás se han ido acercando poco a poco, formando un ruedo alrededor de la pareja. La chica recoge uno de los lápices del suelo, uno rojo, y lo mira, luego mira a Eduardo Gracia, sin entender nada. Él, a duras penas, ha logrado ponerse de rodillas y extiende sus brazos hacia ella.
  Camila, mi amor, mi tesoro, tus lápices…
  ¡Cállate, huevón, yo no te conozco y no tengo nada que ver con tus lápices!
  Amorcito mío, Camilita de mi alma, deme un beso, mi vida, su papito le trajo sus lápices.
  ¡Ahí tenís tu lápiz, viejo culiao asqueroso!— chilla con rabia la Camila grande.
¡Feliz cumpleaños, amorcito mío!— exclama Eduardo Gracia, lleno de ternura, al tanto que, entremedio de la sangre, las lágrimas y el barro que le cubren los ojos, alcanza a divisar el afilado lápiz, carmesí por supuesto, que atravesará uno de sus ojos, incrustándose en su cerebro y apagando su luz para siempre, mientras en alguna casa de la zona oriente de Santiago una pequeña niña de melena clara, naricita respingada y ojos grandes y su madre, impacientes, mirarán una y otra vez por una ventana a la calle mojada por la llovizna esperando ver aparecer, en cualquier momento, al jefe de familia que, cosa extraña y por primera vez desde que tienen memoria, demora tanto en llegar.



                                                                                                 H. O. M.
                                                                        Santiago de Chile, febrero de 2015.











sábado, 27 de octubre de 2018

Tamara


Ayer en la noche me crucé con una mujer que murió hace años. Me miró un instante desde el andén de enfrente, mientras se acercaban los vagones, y la perdí de vista. Si no supiera que lleva muerta tanto tiempo hubiese pensado que no era ella, que era otra persona. Tuvo una muerte muy triste. No es que piense que haya muertes alegres pero la suya fue muy triste, tanto como lo fue su vida, reflejada en el opaco destello de esa mirada suya que me dirigió antes de dejarse caer, una vez más, a  las herrumbrosas vías del tren.


                                                                      H. O. M. Santiago, Octubre de 2018.




sábado, 7 de mayo de 2016

Venezia Luna



El pequeño Vincenzo tironea insistentemente los faldones de la casaca de su padre. Quiere que lo alce en brazos y le permita, por fin, acercarse a la larga vara de metal en la que este hombre de espesas cejas y frondosa barba pasa, con un ojo pegado a ella, noches y noches hasta el amanecer, mirando, tomando notas y garabateando en su cuaderno abarrotado de infinitas hojas amarillentas, llenas de extraños dibujos suyos. Divertido, dejando a un lado pluma y papeles, lo alza y lo acerca a la rígida vara metálica al tiempo que le advierte "guarda, Vincenzo, guarda, vi assicuro che mai, mai nella tua vita hai visto qualcosa di simile". Con una mezcla de miedo y curiosidad el mocoso apoya cuidadosamente un ojo, cerrando el otro como tantas veces ha visto hacer a su padre, en el extremo inferior del extraño artilugio que asoma la otra punta por la ventana. Lo que ve le sobrecoge el corazón de tal manera que, sin saber si de pavor, si de maravilla, si de alegría, lágrimas y más lágrimas comienzan a brotar de su extasiada mirada de niño al tiempo que empañan la redonda ventanita de cristal del dorado tubo que apunta al cielo, por la que, por primera vez en sus tiernos cuatro años de vida, Vincenzo Galilei se asoma al portentoso milagro del Universo, en esa cálida e iluminada noche veneciana de 1610



domingo, 3 de mayo de 2015

Vía Crucis

                                                                                               Imagen archivo Fortín Mapocho. 



XIII Estación

Mientras los perros se afanan en su pantorrilla derecha -de la izquierda casi no queda nada ya, salvo los huesos al aire y apenas unos rastrojos de carne- la Chela, olvidando por unos segundos su propio horror, se da maña para mirar por sobre su hombro a la Gladys. No nota que haga ya ningún intento por protegerse el cuello ni el rostro, que en ese momento son el blanco de la furia perruna. Es apenas una muñeca de trapo sacudida al compás de la arremetida de los frenéticos animales excitados por el olor y el gusto de la carne y la sangre humanas. En una de ésas están acostumbrados, piensa la Chela, al menos la Gladys ya no siente nada, pobrecita, y tanto miedo que le tuvo siempre a los perros. Una nueva punzada la devuelve a su propia condición. Uno de los pastores alemanes hinca sus fauces en la entrepierna, mordiendo y tironeando al mismo tiempo, y el dolor debiera ser desgarrador, pero ella lo siente apenas como una molestia, como el adormecimiento de la encía cuando el dentista ha aplicado la anestesia y todo se percibe como si fuese la carne o la muela de otro. Y es que la Chela ya está por encima de todo sufrimiento. Siente que de alguna manera se ha desprendido de su cuerpo. Incluso le parece estar mirándolo desde arriba, revolcado en el tierral de la cancha de fútbol, con los tres grandes perros sobre ella. Unos metros más allá otros dos animales, sentados y quietos, miran lo que queda de la Gladys, como desencantados y aburridos de que ya no oponga resistencia, como si ya no tuviese gracia arremeter contra un objeto inanimado. En ese momento, el que se entretiene con sus partes pudendas arranca, con un decisivo mordisco, lo que toda su vida fue su propio vía crucis. Qué irónica es la vida -se sonríe la Chela, mirando la escena desde arriba- desde chica que mi sueño fue verme libre de esa lombriz tumefacta y ahora que lo logro no voy a poder disfrutarlo. Si nací meada –y ahora, más encima, mordida- de perro. P’tas la coincidencia pa’ grande.


I Estación

—Ya, pues, mi amor. Cuénteme qué le pasa, por qué esos ojitos tan hinchados —me abrazo fuerte a mi madre, quiero sentir ahora, más que nunca, el penetrante olor de su delantal a condimentos y a cosas dulces, laurel y azúcar, albahaca y duraznos, todo mezclado, el olor de la cocina, el olor del cariño con que siempre me recibe. La miro, quiero quedarme ahí para siempre y me aferro a ella con deleite y desesperación a la vez. Pero ella me toma de los hombros y suavemente me echa hacia atrás para revisarme el cabello que aún se siente húmedo a pesar de que la herida ya dejó de sangrar—. ¡Y esto! ¿Qué fue lo que le pasó en la cabeza, m’hijito, por Dios?
Enmudezco. Rehuyo su mirada tratando de ganar tiempo para inventar algo creíble que la tranquilice. Para que no me interrogue más allá.
—Me caí —miento en un murmullo apenas audible.
—¿Cómo que se cayó? ¿Dónde? —me hace girar buscándome otras señales en el cuerpo. Me levanta la camisa y advierte los verdugones en la espalda—. ¡Pero Danilito, por la Virgen Santa, cómo se fue a hacer estos machucones, mi niñito, cómo fue que se cayó tan fuerte. Apuesto a que venía paveando. 
Suspiro hondo, aliviado, ya estoy a salvo. Ahora lo que viene es puro consuelo, puros cuidados maternos, la miro sintiendo que lo que viene es pura felicidad. Pero siento que se abre la puerta de calle y vuelvo a buscar refugio en el vientre de mi vieja. 
—¿Qué le pasa a éste? —truena el vozarrón del marido de mi madre — ¿por qué está lloriqueando?
—Se cayó.
—¿Se cayó? ¿Y por eso está llorando?
—Se pegó fuerte.
—¿Y qué? Todos los cabros se caen, pero no por eso tienen que ponerse a llorar como Magdalenas.
—Se pegó fuerte, te dicen. Se rompió la cabeza y tiene moretones en la espalda.
—¡Qué tanta huevá! Lo que pasa es que este cabro es mariquita, no aguanta nada. Lo miran y se pone a llorar al tiro. Me voy a la pieza más mejor. Llévame la comida p’allá. No quiero verle la cara a éste.
—Sí, ándate pa’ la pieza mejor. Al tiro te llevo —me cobija entre sus brazos—. No le haga caso, mi amor. Es que su papá viene muy cansado y cuando anda así se pone mal genio.
Sintiendo que lo peor ya ha pasado me relajo con un breve suspiro de alivio, miro a mi viejita dispuesto a disfrutarla para mí solo, aunque sea por un ratito, pero todo se derrumba nuevamente. Ahora es la voz de Ismael la que viene a interrumpir este delicado instante de felicidad.
—Ah, ya llegaste. Y todavía estái llorando.
—¿Por qué le habla así a su hermano? —salta en seguida mi madre— ¿Qué no sabe que se cayó y se pegó muy fuerte? ¿Y dónde estaba usted que no lo vio? ¿Por qué no se vinieron juntos de la escuela?.
—Sí, claro. Se cayó.
—¿Qué está murmurando ahí?
—Nada.
Me hundo. Ojalá pudiera ovillarme y desaparecer.
—¿Cómo que nada? Danilito se cayó y se rompió la cabeza. ¿No ve acaso como la tiene, toda ensangrentada?
—Sí, si la veo. Pero eso no fue por caerse. ¿Que no le contaste?
—¿Qué está diciendo su hermano, Danilito? A ver, míreme, no se me esconda. Usted me dijo que se había caído. ¿No fue eso lo que pasó? Ya, pues, míreme ¿no fue eso lo que pasó, le digo?
—Este cabro me tiene más cansado. Me hace pasar puras vergüenzas no más. Yo quiero que me cambien de colegio. No quiero ir más con él.
—¿Qué está diciendo usted, Ismael? ¿Danilo? Qué quiere decir su hermano con eso? ¿Ismael, qué significa esto? ¿Qué fue lo que le pasó a su hermano hoy?
—Unos compañeros le pegaron.
—¿Le pegaron? ¿Cómo que le pegaron? ¿Por qué?
—¡Pregúntele a él, poh, pregúntele! Yo ya estoy cansado de defenderlo. Estoy cansado de que me hagan burla por tener un hermano mariquita. Ya no quiero ir más al colegio. ¡No quiero ir más!
Un portazo. Silencio. Los brazos de mi madre comienzan a aflojarse. No, mamá, no me suelte. No me deje. No… 
—Danilo, míreme. ¿Es verdad lo que dice su hermano? Respóndame. Míreme, pues.
Pero yo ya no quiero mirarla.


III Estación


Querido Danilo:

Espero que al resibo de la presente te encuentres bien. Yo estoy muy bien tanvien. Tal vez te paresera raro que te escriba una carta si bivimos tan cerca. Lo que pasa es que no se si me atreveria a desirte en persona lo que tengo que desirte. Asi que prefiero aserlo asi. Espero que no te enojes y me entiendas. Danilo, tu sabes que desde chicos tu as sido siempre mi mejor amigo. Siempre hemos sido como compadres en todo, y lo hemos pasado super bien los dos, sobre todo en verano, cuando bamo a bañarnos al río. O cuando salimos al campo a buscar lagartijas. 
Pero tengo que desirte que ya no bamos a poder ser mas amigos. Mi papa me dijo que si me veia contigo de nuevo me iba a sacar la mugre con la correa. No quiso decirme por que. Mi mama tampoco quiere desirme nada, pero ella le hace caso a mi papa, y tanvien me prohivio verte.
Asi que me despido, amigo mio. Que te balla super bien. Tu amigo para siempre.

                                                                                                                               Aurelio.


V Estación

—Lo que me cuentas es muy triste, hijo mío —sus ojos acuosos me miran con un dejo entre lastimoso y escandalizado. Había estado casi una hora en mi soliloquio mientras él escuchaba sin mirarme, asintiendo o negando a veces con un gesto o con un chasquido de lengua hasta que por fin se había decidido a hablar—. Vas a tener que esforzarte por caminar por los senderos del Señor, que indudablemente están muy lejos del mal camino en que transitas ahora. Eso que me cuentas es muy grave, Danilo, es contra natura y contra las leyes de la Santa Iglesia.
—Pero, padre —intento explicarle, justificarme tal vez— yo no siento que haya cometido pecado. Todo lo que le cuento es parte de un secreto que no conoce nadie. Yo no elegí sentirme de esta manera, por eso es que quería hablar con usted, para que entienda... 
—¡Entender qué! —ruge— ¡Entender qué! ¿Acaso quieres que te dé mi bendición? No, no esperes que yo o el Señor te miremos con ojos condescendientes, muchacho. Estás en pecado mortal. Esos…“sentimientos” como les llamas no tienen cabida en un alma pura. No me pidas que entienda nada.
—Bueno, padre —me levanto, avergonzado y arrepentido de haberme puesto en esta situación—. Perdone, no quise hacerlo enojar. Es mejor que me vaya. Permiso.
—No, espera —me detiene tomándome de un brazo—. Espera, perdóname tú. Hablemos. Ven.
Me conduce a su oficina, suave y amable esta vez. Me ofrece asiento. Mientras me acomodo escucho a mis espaldas el ruido del cerrojo de la puerta. 
—Para ponernos a resguardo de oídos indiscretos — dice sonriente. Es él quien parece incómodo esta vez, con mirada esquiva toma asiento tras su escritorio—. Bueno, Danilo, quiero que me cuentes ¿sabe alguien más lo que me has dicho.
—No, padre, nadie.
—¿Nadie? ¿Ni tu mamá ni tu hermano, algún amigo?
—No, padre. Jamás me he atrevido a decirle nada a nadie. Me decidí a contárselo a usted porque ya no aguanto las burlas de mis compañeros, la pena de mi mamá y el desprecio de mi viejo. Para que usted me explique por qué el Señor me hizo así. ¿Me está probando acaso? Yo no quiero ser diferente a los demás. No quiero sufrir ni hacer sufrir a mis viejos. 
—Oscuros para nuestro pobre entendimiento son, a veces, los designios del Señor, Danilo –se levanta, se sitúa a mis espaldas y apoya las manos en mis hombros. Doy un respingo—. Tranquilo, m’hijito. Todos llevamos una cruz a cuestas. Todos la llevamos…incluso uno mismo.
—Sí, padre. Pero, ¿por qué a mí? Yo quiero de verdad ser igual a mis compañeros. No deseo sentirme atraído por ellos de esta manera. Quiero que me vean como a un igual, como a un hombre. 
A duras penas contengo los sollozos, no quiero parecer más marica aún ante mi confesor. Pero siento inquietas sus manos en mi espalda, como apremiantes. Trato de zafarme de su abrazo incómodo.
—Ahora sí que me voy, padre, se me hizo tarde, me esperan en la casa con el pan para la once.
—Pero espera, m’hijito, espera. ¿Cuál es el apuro? No te sientas mal. ¿Te molesta que te acaricie? Si sólo es para consolarte. ¿Qué no lo ves? El Señor, a través de mí, te envía su consuelo. Quédate tranquilito. Déjame hacer a mí, vas a ver que te vas a sentir mejor, vas a ver. 
Su voz es ahora un susurro, cautivadora. Lo miro de reojo. Un ligero temblor le agita la barbilla y le asoma saliva entre las comisuras de los labios. Doy vuelta la cara y siento su entrecortado aliento en mi cuello. 
—Quédate tranquilito, tranquilito, no te va a pasar nada malo, ya lo verás. Éste va a ser nuestro pequeño secreto. Tuyo y mío, tranquilito, ya, ya. Déjame que te consuele. 
Mete una mano bajo mi camisa mientras la otra, afanosa, avanza lentamente por mis muslos, buscando mis genitales. Ya no dudo de sus intenciones, recurriendo a todas mis fuerzas me levanto de golpe, asqueado. Lo paso a llevar y cae aparatosamente de espaldas. Desde el suelo me mira con ojos desorbitados, pensando tal vez que voy a golpearlo se cubre la cara con los antebrazos.
—¡No me pegues, por favor, no me pegues! ¡Respeta la casa del Señor! ¡Soy un sacerdote, no me golpees!
Solloza aparatosamente y yo, más sorprendido que nada, sólo atino a coger la llave que ha dejado en algún momento sobre el escritorio y corro hacia la puerta, la que no consigo abrir a pesar de mis forcejeos en la cerradura.
—¡A dónde crees que vas, maldito! —me atrapa el cuello con un brazo y me tira hacia atrás, al mismo tiempo que me habla agitadamente al oído—. Eres un enviado del demonio, Danilo. Él te envió ¿cierto? Me sabe débil y pecador, pero no se saldrá con la suya, ¡me resisto!, ¡lo rechazo! ¡Retrocede, Satanás, no lograrás hacerme caer en tu trampa! Y ahora seguro que vas a ir a contar quizás qué cosas de mí. Seguro que vas a salir a denigrarme delante de la parroquia. Pero es tu culpa, maldito. Tú me condujiste a esto, tú me tentaste. ¡Demonio, maricón de mierda!
Dándole un codazo logro que me suelte y vuelvo a la puerta. Esta vez logro abrirla y corriendo, despavorido, atravieso el salón parroquial en busca de la calle. A esa hora el patio está lleno de gente. Señoras y niños, incluso algunos compañeros de colegio que alcanzo a divisar, seguramente asistiendo a sus clases de catequesis. Trato de abrirme paso entre ellos sin atreverme a mirar atrás.
—¡Apartaos! ¡Apartaos de él! ¡No le toquéis! ¡No permitáis que os roce con su aliento inmundo! –brama el patriarca a mis espaldas—. ¡Lleva el demonio dentro! Seguramente intentará difamarme inventando sucias calumnias acerca de vuestro pastor. Pero no le creáis, es obra de Satanás, y este maldito es su enviado. ¡No creáis nada de lo que de mí os diga este pecador! 
Todo parece transcurrir en cámara lenta. Intento avanzar en la multitud pero sus miradas son como rayos que me atraviesan e inmovilizan. El sudor me nubla la vista y apenas distingo los rostros de quienes me rodean. 
Se apartan poco a poco formando un pasadizo que se me hace interminable a medida que avanzo con lentitud hacia el final del mismo. Extrañeza, burla, asco, espanto, mil expresiones atraviesan mi cuerpo. Mil latigazos me cruzan la cara. Y en el medio, rojo de rabia y humillación, mirando al suelo para ocultar su rostro, mi hermano Ismael. 
—¡Aborrecedlo! ¡Que jamás vuelva a profanar la santa morada del Señor! ¡Perjuro! ¡Calumniador! ¡Sacrílego! ¡Aborrecedlo! ¡Aborrecedlo!”. Las risas, las burlas, el desprecio, la calle, Ismael, los gritos, el miedo, la calle, la vergüenza, la vergüenza, la vergüenza…


VI Estación


Querido Danilo:

Perdóname por no haberme atrevido a decirte esto en persona, pero me sale más fácil escribírtelo. No pienses que tengo algo en contra tuya, al contrario, me caes muy bien y hasta algo de cariño te he agarrado en este tiempo que hemos estado saliendo juntos. Creo que eres una buena persona, pero es mejor que no nos veamos más. Al principio no quise hacer caso de las cosas que decían de ti en el liceo y en el barrio. Los cabros son pesados y pensaba que hablaban de envidia y de puro mal intencionados. Pero en estas semanas que hemos estado juntos me he dado cuenta de que tú tienes algo que me incomoda. No se explicarlo, pero siempre te noto como tenso, como medio forzado a comportarte de una manera que no es la tuya. Yo creo, Danilo, que tienes que ir a un médico. Yo no soy la respuesta a tu problema, y tampoco quiero que me uses como pantalla. Ayer el Jorge me pidió pololeo y le dije que sí. Y él no quiere que me junte más contigo. De verdad que me da pena, pero pienso que es lo mejor para mí, y también para ti, para que asumas tus trancas y te decidas a enfrentarlas de una vez por todas. Tú sabes a qué me refiero. Te deseo lo mejor y que puedas encontrar la felicidad. Adiós.

                                              Con mucho cariño
                                                                                                                 Rosita.


IX Estación

—¡Uuuuuuy! Que venís contenta, Gladys. ¿Qué, viste al lolito de la esquina acaso? 
—¡Ay, niña, no! Pero estoy casi ahogada de emoción. La calle está llena de militares. Se ven tan lindos con sus trajes moteados, si me encantan, ¿cómo voy a ser tan quemada que no me pinche uno para mí solita? Andan todas las yeguas revueltas allá afuera tirándoles los calzones, me da más rabia. 
—Pero Gladys, ¿qué huevadas estai diciendo? Los milicos no andan de visita por acá. Me huele a allanamiento esta cuestión. Más mejor que nos encerremos y no salgamos hasta que se vayan. Por si acaso, digo yo. 
—¿Pero por qué? ¿Tenemos algo de qué tener miedo nosotras? Los que tienen que andar escondidos son los comunachos. Ellos son los que tienen que estar asustados. Me tienen más aburrida los huevones con sus barricadas y los cortes de luz. Si hemos estado a pura vela este último tiempo. Ojalá los agarren a todos y los manden a, a…no sé, poh. A la conchesumadre que los manden, por huevones. 
—¿A tu hermano también, Gladys? ¿También tienen que llevárselo? 
—El Marcelo es tonto. Muy hermano mío será, pero de que le lavaron el cerebro los humanoides… ¡Ja, ja, ja, qué buena esa frase del Almirante! Si me reí tanto el otro día cuando lo vi en la tele. Es tan simpático el viejito. No sé por qué dicen que está siempre curado. Si él habla así porque es elegante, un dandy que le dicen ¿no creís tú, Chela, que es el más gente de los cuatro? 
—No sé, Gladys, de repente me dejai p’adentro con tus gustos. No te entiendo, ¿sabís? No entiendo como podís simpatizar con los milicos después de todo lo que ha pasado en tu familia. P’tas, si a mí me hubieran matado a al viejo no andaría celebrándoles las gracias a sus asesinos. 
—Tú sabís que no me gusta que me saquís ese tema a colación, Chela, te lo he repetido hasta el cansancio: mi papá murió en un accidente, él nunca tuvo nada que ver con política. Mi familia es gente decente. El Marcelo es el único que desentona pero ya se va a dar cuenta de que lo están utilizando. Pero mi familia es gente bien, tú sabís perfectamente. 
—¿Él es el único que desentona, Gladys? ¿Tú no acaso? Además no hablís tan mal del Marcelo, no seai desagradecida. Es el único de tu familia que te habla ¿o no? ¿O acaso se te olvida que tu familia, tan gente bien que los han de ver, te dieron la cortada hace tiempo ya? ¿Ah? ¿Ya te olvidaste de todo lo que lloraste cuando te echaron a la calle? Pucha que tenís mala memoria, y no me vengai con el cuento del accidente. A tu papá lo mataron los milicos por ser dirigente en la pega, eso lo sabe todo el mundo pero vos no, dale con negarlo. ¿Hasta cuándo? 
—¡Ya córtala! Que no quiero hablar más de eso, te dije. No quiero. Y anda a abrir la puerta mejor, ¿que no oís que están golpeando? A lo mejor algún militar necesita un vaso de agua. Voy a ir a arreglarme un poco, más mejor, no vaya a ser que me vean en esta facha y después ni me pescan. Pucha que me hacís pasar rabia tú, oye, eris más… ¿Ya abriste? ¿Quién era? ¡Oye, pos sorda, contéstame? ¿Quién golpeaba? Pucha la yegua pa pesá esta ¿Qué no podís contestar cuando te hablan? ¿Quién era, poh, contest… ¿y tú? ¿Qué hacís acá? ¿Y por qué venís en esa facha y con esa cara?


VIII Estación

Se vuelve a mirar al espejo. Debe ser la veinteava vez en la última media hora que se repasa el maquillaje. Vuelve a alisarse las cejas vigilando rigurosamente el trazado, ni un solo vello fuera de lugar debe alterar la perfecta simetría de sus líneas. Otro toque de rímel destaca aún más la sedosidad de sus pestañas postizas. El lápiz labial recorre, nervioso, los trompudos labios de un rojo furioso. Es que la espera le altera los nervios. Las agujas del reloj mural insisten en marcar la misma hora de hace diez minutos. Si le parece que giraran en la dirección contraria a la habitual, obstinadas en retrasar el encuentro que hace días le tiene durmiendo poco y mal. Lo único que hace es pensar en ello. No tiene otro tema de conversación que esta cita que nunca llega. La Gladys ya no quiere escuchar una palabra más acerca del Roberto, compañero de trabajo de la Chela, su confidente y ahora, desde que le hiciera la invitación a bailar, el dueño de su loco, loco corazón. Es tan feliz.
Y es que él es diferente. Desde un principio le miró de manera distinta. Nunca le hizo ninguna broma pesada ni le silbó al pasar, ni menos le dio un agarrón a la maleta como los otros brutos, aunque no sabe en verdad cómo habría reaccionado si hubiese sido él. Le da cosa de sólo pensarlo. 
Es un puro atado de nervios cuando camina del baño al living y de vuelta a la cocina. La Gladys observa su angustioso paseo entre divertida y preocupada. Se pregunta si no le romperán una vez más su ya zarandeado corazoncito. Son tantos los que se han aprovechado de sus sentimientos y de sus escuálidos ahorros que teme que una vez más le suceda lo mismo. Pero se calla. No quiere ser pájaro de mal agüero y estropearle la ilusión con advertencias que, de tanto repetirlas, se han vuelto ya palabras huecas.
Suena la aldaba de la puerta. Gladys va a abrir. Desde el baño la Chela escucha una voz de hombre, amable, que saluda y pregunta por ella. La Gladys le dice que espere, que ya viene. Lo deja en la puerta y se encamina al baño, a avisar que el Roberto ya llegó.
Mirándose por última vez al espejo y dándose el último toque de rouge, Danilo, Chela ahora, se echa un echarpe de seda rosada a los hombros, emerge radiante del baño, coge a la pasada su cartera imitación Gucci y sale a la noche llena de estrellas, ilusiones y promesas por cumplir.


X Estación

—¡Cierra la puerta, rápido!. Y apaguen la luz también, que no se vea para adentro —jadea Marcelo, que de un salto se ha metido dentro de la pieza. La Gladys y la Chela, saliendo del estupor, obedecen con premura—. Chela, despacito, asómate a la ventana y mira si hay alguien afuera.
—¿Qué es lo que te pasa a ti, oye? ¿Y por qué venís a dar órdenes en mi casa?
Brazos en jarra, la Gladys se planta frente a su hermano mientras le dice a la Chela:
—Quédate ahí no más, si quiere mirar que mire él, pero que no venga a mangonearnos a nosotras. ¿Que se ha creído éste que somos?
—No, si está bien, negrita, no te hagas mala sangre —concilia la Chela mientras corre con cuidado la cortina—. No se ve a nadie afuera, Marcelo. Está todo tranquilo, la gente se metió a sus casas y tienen todo cerrado.
—Sí, ya se dieron cuenta de que viene pesada la cosa, tienen toda la pobla rodeada, ya no se puede entrar ni menos salir —se derrumba en el sofá—. Negrita, disculpa que haya entrado así, pero corrí como diez cuadras para alcanzar a llegar acá sin que me vieran. ¿Tenís un vasito de agua?
—Sírvetelo vos mismo, poh, ¿qué, estái operado acaso?
—Qué te ponís pesada, oye, ¿qué no veís que viene cansado? Yo te lo traigo, Marcelo, quédate ahí no más —con paso presuroso la Chela se dirige a la cocina.
—¿Y? ¿En qué andái ahora? Asustado te veo —pregunta la Gladys ya más tranquila.
—Claro que tengo julepe, poh, si la cosa está fea, y ustedes dos mejor que ni se asomen a la puerta, ¿no supiste lo que pasó la semana pasada en La Legua?
—No, ¿qué pasó? —interrumpe la Chela chorreando agua con su pulso tembleque— Algo me llegó pero nadie quiso darme detalles.
—Agarraron a varias… chiquillas, las apartaron del grupo de los hombres y se las llevaron nadie sabe dónde —dice Marcelo mientras mira hacia la calle por una rotura de la cortina—. Todavía no vuelve ninguna.
—¡Esas son puras habladurías, puro pelambre de las viejas de acá para asustarnos a nosotras! —se indigna la Gladys—. Eres muy gil, Marcelo, seguro que te inventaron eso porque saben que eres hermano mío. Esas yeguas de mierda, ¡cuándo nos dejarán tranquilas!
—No, Manuel, hermanito, eso lo supe por otros conductos que no tienen nada que ver con las vecinas —bebe con avidez del vaso que le ha extendido la Chela—. Créanme, lo peor que podría pasarle a ustedes sería terciarse con un operativo.
—¿Hasta cuándo, mierda, cuántas veces te tengo que decir que nunca más volvai a llamarme Manuel? ¿Cuándo vai a entender que ese Manuel que conociste murió hace más de cuarenta años ya, el mismo día que nuestro viejo me echó de la casa? ¿Por qué a la Chela no le decís Danilo, entonces? Todo por hacerme rabiar, como siempre. ¡Cuando no es por política es por esta huevá!
La Gladys parte chancleteando, furiosa, hasta la cocina. La Chela y Marcelo se miran confundidos mientras la oyen trajinar de un lado a otro hasta que la ven salir con una bolsa en las manos.
—Ya, mierda, te voy a demostrar que estái hablando puras huevadas no más. Porque si no son las viejas de la cuadra las que inventan esas mentiras seguro que son tus amigos rojos los que andan desparramando, que es lo único que saben hacer —la Gladys abre la puerta decididamente y se lanza a la calle—. Voy a llevarle estos sanguchitos a los pelados, que harto hambrientos deben estar a estas alturas del día.
—¡Negra, espera! ¿Dónde vas? ¡Espera! No seas loca —la Chela corre tras ella, pero la Gladys ya está en la calle y enfila hacia una patrulla que aparece en la esquina—. ¡Gladys, devuélvete, que nos van a ver!
—¡Escóndanse, vuelvan acá! —susurra desesperado el Marcelo, que corre tras ellas, tratando de que su voz las alcance antes que los militares— ¡Nos van a agarrar a todos!
—¡Alto ahí! —ordena apremiante la voz de mando—. ¡Arriba las manos! ¡Todos contra la pared! 
Marcelo trata de devolverse a la casa, pero el estampido de un fusil lo paraliza en el lugar antes de que pueda lograrlo. Alcanza a percibir la mirada de espanto de la Chela y a la Gladys que, desconcertada, intenta mostrarle a los soldados los panes con mortadela que lleva en las manos.
—Cagamos —exclama Marcelo—. Ahora sí que cagamos.
Y siente los primeros culatazos en los riñones.


XI Estación

El joven teniente examina el cuerpo inmóvil y ensangrentado de Marcelo. Lo remueve con una de sus botas pero no encuentra respuesta, ni siquiera un quejido. Observa ahora a las dos mujeres que lloran a su lado. Una de ellas, la más vieja, le parece terriblemente fea y la desecha en seguida. Pero la otra, la que se ha identificado como la Chela, está pasable, del tipo calentona. Su minifalda, que deja asomarse al calzón negro, comienza a excitarlo. La agarra de un brazo y la dirige al interior de la casa, mientras ordena a los soldados que esperen ahí, a discreción pero sin descuidar la guardia. Alcanza a dar unos pasos cuando escucha la voz de su segundo, el veterano sargento al que los hombres parecen respetar más que a él mismo. El sargento se le acerca y le susurra algo al oído. El rostro de por sí blanco y lampiño del oficial, palidece aún más, pero las sonrisas burlonas de sus subordinados, que parecen divertirse con la escena, lo vuelven grana en cuestión de segundos. Descompuesto de cólera se vuelve hacia la paralizada Chela, a quien un líquido tibio le está corriendo por las piernas. 
El teniente le escudriña el rostro. Repara en la nuez que sube y baja nerviosa en su cuello, medio oculta por un pañuelo de organdí, en sus manos demasiado grandes, en las pestañas postizas que comienzan a humedecerse mientras el rimel se transforma en una mancha negruzca que oscurece su aterrada mirada. De un solo golpe comprende todo. Claro, él jamás había conocido a nadie así. Sus hombres saben, lo supieron siempre, él no. Él no había pisado jamás estas poblaciones, hasta ahora. En sus barrios no se ven estos esperpentos. De un solo golpe le queda clara la situación, y de un solo puñetazo en su rostro pintarreajeado, derriba de espaldas a la Chela. 
—Que los lleven a la cancha con los otros detenidos —ordena el teniente. 
—¿Qué hacemos con el otro? —consulta el sargento. 
—Déjenlo ahí, ya lo recogerá alguien.
Y así, entre burlas, empujones y culatazos, conducen a la Chela y a la Gladys rumbo a su calvario.


XII Estación

Yo lo vi, compadre, no me lo contaron, lo vi con mis propios ojos porque yo estuve ahí, junto con los demás. Nos tenían a todos de guata en la tierra, a pleno sol, cagados de sed y de hambre, toda la mañana sin poder comer, tomar agua ni fumar, mientras nos iban llamando de a dos a las mesas donde nos pedían el carné y nos preguntaban puras huevás que no entendíamos. Yo trataba de hacerme el simpático con los pelados pa’ ver si soltaban un puchito, pero lo único que conseguí fue este conchazo en la cabeza ¿Ve cómo me dejaron? P’tas, si me duele de sólo acordarme. Bueno, estábamos en ésa cuando cachamos que traían a las locas del pasaje 10. La Chela y la otra, la más vieja. Los pelados se pusieron a reír y a chiflarles pero cuando vieron la cara que traía el tenientito se quedaron calladitos. El teniente, poh, ese cabrito rubio, se veía que venía muy quemado y con ganas de terciarse al primero que se le cruzara. Al tiro cachamos que algo malo se venía. Las locas venían llorando y muy machucadas. A la Gladys, la más vieja, le habían quitado la peluca y ahí cachamos que era medio pelá. Como que se le habían caído mechones de pelo y se sujetaba las pocas mechas que le quedaban con un gorro de panty. Le faltaba una chala y cojeaba mucho. La Chela se veía más entera, pero tenía la mini toda embarrada. Parecía que se había hecho de susto y seguro que la habían tirado al tierral, porque venía con las piernas llenas de barro. Nosotros también nos reímos al principio, pero después cuando vimos cómo las traían nos anduvo dando como pena. Si igual eran buenas gallas. No molestaban a nadie y siempre convidaban un pucho cuando uno andaba corto. Yo, por lo menos, no tenía nada contra ellas. Además que trabajaban pa’ la Panamericana, nunca se metieron con nadie aquí en la pobla. Yo no sé qué les pasó con el teniente, pero el huevón era el que peor las trataba. Los otros no, estaban como espantados, sobre todo cuando el rucio sacó la pistola y le apuntó a la cabeza a la Gladys. En eso el sargento viejo se le acercó y le dijo algo. Entonces el teniente guardó la pistola y se quedó como pensando pa’entro, pero enrabiado, se le notaba a la legua. Entonces les gritó a unos pelados que trajeran a todos los pastores alemanes que tenían pa’ cuidar que nosotros no nos arrancáramos. ¿Cachai que esos perros son re’ bravos? Están entrenados para matar los huevones, son terribles. Entonces el teniente hizo levantar a las loquitas que se habían echado al suelo, entre asustadas y cansadas, y se largó con tremendo discurso, que la patria, que los comunistas, que los maricones, que los tiempos habían cambiado, que no había espacio pa’ ellos, como que no le entendí mucho, era medio atravesado pa’ hablar el loco. En eso, les dijo que las iba a dejarlas irse, pero que tenían que correr. Que si llegaban al otro arco de la cancha antes de que contara hasta diez, se salvaban. La Gladys, la pelaíta, no quería y se puso a gritar, se le abrazó a las piernas suplicándole, como que cachaba lo que iba a hacer el conchesumadre, pero a patada limpia la hizo soltarlo y sacó la pistola de nuevo y pasó bala, que si no le obedecían se las echaba ahí mismo. Entonces las pobres locas tomaron de las manos, caminaron un poco primero y entonces se echaron a correr. Ahí se pusieron todos a reír de nuevo porque las pobres apenas podían trotar a pata pelá, ¿no veís que la cancha tiene cualquier huevillo y duele cuando uno corre sin zapatos? Se veían divertidas igual las locas tratando de arrancar. Los pelados les gritaban y les hacían barra. La Chela iba adelante, sujetándose la peluca con una mano, pero se devolvió a ayudar a la Gladys que era la más jodía. Ahí todos nos relajamos. También le gritábamos, nos reíamos pensando que les faltaba poco para llegar al otro lado y que, mal que mal, la habían sacado barata. Entonces fue cuando el conchesumadre les soltó a los perros. Oiga, no sé cómo, pero en un segundo estaban encima de ellas, como cebados. Pa’ mí que a esas bestias las alimentan con carne humana, porque ¿cómo tan salvajes? Eran como ocho o diez los pastores alemanes, y se les fueron todos encima. Páseme otro trago, mejor, que me da mucha rabia acordarme. Lo único que le puedo decirle es que esas loquitas no le hacían mal a nadie. Y yo estuve ahí, ¿ah? Yo lo vi con mis propios ojos, no me lo contaron.


XIV Estación

La Chela mira al cielo y suspira. Los perros, agotados, dejaron ya de morder. Retroceden, como sabiéndose culpables de algo que no terminan de entender, pero que intuyen espantoso. Está lindo el cielo, piensa la Chela, con ese azul intenso de primavera temprana que siempre le hacía sentir, apenas asomaban en los ciruelos los primeros tintes rosa, que a pesar de los pesares esta vida sí valía la pena vivirla. No siente dolor, pero sí mucha sed por el polvo que se le mete en la garganta, ojos y fosas nasales. Pero eso es un detalle nimio comparado con la profunda quietud que comienza a inundarla. Todo es silencio en esta clara mañana de Agosto. Ya no siente inquietud ahora que sabe que todo está por terminar, ahora que sabe que la Gladys, su amiga de toda la vida, ya no tiente miedo, que está tranquila, que sus preocupaciones y angustias han cesado por fin. Suspira, cierra los ojos y dulce, quedamente, comienza a dejarse ir.
Se quiebra de pronto el instante de paz con las voces de los soldados que se acercan.
—¡Éste está muerto, mi teniente! 
—¿Y el otro? 
—¡Casi, mi teniente, parece que todavía respira! 
La Chela recuerda entonces que su sueño de lola era morir de amor en los brazos de un uniformado alto, rubio y de ojos azules. Después de todo, sonríe, esto es lo más parecido que pudo tocarle. Siente pena por el teniente. Aún en medio del horror no puede dejar de percibir la belleza de sus rasgos, tan rubiecito, con carita de niño recién salido del colegio.
Le recuerda tanto a un amigo que tuvo cuando chica, rubiecito también, el Aurelio, y le pasan rápidas, como en una película a velocidad incrementada, imágenes de luminosos días de sol y dos mocosos de 8 años, tomados de la mano, corriendo por los dorados trigales en busca de las esquivas lagartijas. ¡Qué lástima que con el teniente no se hubiesen conocido en otras circunstancias! Está absolutamente segura de que si él hubiese podido conocerla mejor, la habría mirado con otros ojos y tal vez hubieran sido buenos amigos. Tal vez.
Sus pensamientos se interrumpen cuando ve encima suyo el rostro descompuesto del oficial, que constata horrorizado los resultados de su accionar. La Chela quiere decirle que no se preocupe, que no le tiene rabia, que el puñetazo en la cara ya ni le duele, que su cuerpo ya no siente nada y que tampoco le duelen las mordidas de los perros, pero no puede articular palabra. Le regala entonces la más tierna de sus miradas, como si sus sedosas pestañas postizas todavía estuviesen en su lugar. Le apena ver, desencajada por la repulsa, su pálida carita de niñito bien. Quisiera que esos ojos azules la miraran, por un momento al menos, con ternura, con cariño, sin asco. A pesar de todo ella, que tiene el corazón tan grande, siente afecto por ese jovenzuelo que aparta la vista ahora, y le dan ganas de hacerle cariño, de tocarlo, de decirle que no se aflija, que le perdona todo. La Chela, con su corazón rebalsándole lo que le queda de pecho, siente que casi ama a este hermoso muchacho rubio que ahora, desenfundando su pistola de servicio, se aparta un poco de ella para no salpicarse el uniforme con el tiro de gracia.


                                                                                           H.O.M., Las Cruces, Mayo de 2009.