Imagen archivo Fortín Mapocho.
XIII Estación
Mientras los perros se afanan en su pantorrilla derecha -de la izquierda casi no queda nada ya, salvo los huesos al aire y apenas unos rastrojos de carne- la Chela, olvidando por unos segundos su propio horror, se da maña para mirar por sobre su hombro a la Gladys. No nota que haga ya ningún intento por protegerse el cuello ni el rostro, que en ese momento son el blanco de la furia perruna. Es apenas una muñeca de trapo sacudida al compás de la arremetida de los frenéticos animales excitados por el olor y el gusto de la carne y la sangre humanas. En una de ésas están acostumbrados, piensa la Chela, al menos la Gladys ya no siente nada, pobrecita, y tanto miedo que le tuvo siempre a los perros. Una nueva punzada la devuelve a su propia condición. Uno de los pastores alemanes hinca sus fauces en la entrepierna, mordiendo y tironeando al mismo tiempo, y el dolor debiera ser desgarrador, pero ella lo siente apenas como una molestia, como el adormecimiento de la encía cuando el dentista ha aplicado la anestesia y todo se percibe como si fuese la carne o la muela de otro. Y es que la Chela ya está por encima de todo sufrimiento. Siente que de alguna manera se ha desprendido de su cuerpo. Incluso le parece estar mirándolo desde arriba, revolcado en el tierral de la cancha de fútbol, con los tres grandes perros sobre ella. Unos metros más allá otros dos animales, sentados y quietos, miran lo que queda de la Gladys, como desencantados y aburridos de que ya no oponga resistencia, como si ya no tuviese gracia arremeter contra un objeto inanimado. En ese momento, el que se entretiene con sus partes pudendas arranca, con un decisivo mordisco, lo que toda su vida fue su propio vía crucis. Qué irónica es la vida -se sonríe la Chela, mirando la escena desde arriba- desde chica que mi sueño fue verme libre de esa lombriz tumefacta y ahora que lo logro no voy a poder disfrutarlo. Si nací meada –y ahora, más encima, mordida- de perro. P’tas la coincidencia pa’ grande.
I Estación
—Ya, pues, mi amor. Cuénteme qué le pasa, por qué esos ojitos tan hinchados —me abrazo fuerte a mi madre, quiero sentir ahora, más que nunca, el penetrante olor de su delantal a condimentos y a cosas dulces, laurel y azúcar, albahaca y duraznos, todo mezclado, el olor de la cocina, el olor del cariño con que siempre me recibe. La miro, quiero quedarme ahí para siempre y me aferro a ella con deleite y desesperación a la vez. Pero ella me toma de los hombros y suavemente me echa hacia atrás para revisarme el cabello que aún se siente húmedo a pesar de que la herida ya dejó de sangrar—. ¡Y esto! ¿Qué fue lo que le pasó en la cabeza, m’hijito, por Dios?
Enmudezco. Rehuyo su mirada tratando de ganar tiempo para inventar algo creíble que la tranquilice. Para que no me interrogue más allá.
—Me caí —miento en un murmullo apenas audible.
—¿Cómo que se cayó? ¿Dónde? —me hace girar buscándome otras señales en el cuerpo. Me levanta la camisa y advierte los verdugones en la espalda—. ¡Pero Danilito, por la Virgen Santa, cómo se fue a hacer estos machucones, mi niñito, cómo fue que se cayó tan fuerte. Apuesto a que venía paveando.
Suspiro hondo, aliviado, ya estoy a salvo. Ahora lo que viene es puro consuelo, puros cuidados maternos, la miro sintiendo que lo que viene es pura felicidad. Pero siento que se abre la puerta de calle y vuelvo a buscar refugio en el vientre de mi vieja.
—¿Qué le pasa a éste? —truena el vozarrón del marido de mi madre — ¿por qué está lloriqueando?
—Se cayó.
—¿Se cayó? ¿Y por eso está llorando?
—Se pegó fuerte.
—¿Y qué? Todos los cabros se caen, pero no por eso tienen que ponerse a llorar como Magdalenas.
—Se pegó fuerte, te dicen. Se rompió la cabeza y tiene moretones en la espalda.
—¡Qué tanta huevá! Lo que pasa es que este cabro es mariquita, no aguanta nada. Lo miran y se pone a llorar al tiro. Me voy a la pieza más mejor. Llévame la comida p’allá. No quiero verle la cara a éste.
—Sí, ándate pa’ la pieza mejor. Al tiro te llevo —me cobija entre sus brazos—. No le haga caso, mi amor. Es que su papá viene muy cansado y cuando anda así se pone mal genio.
Sintiendo que lo peor ya ha pasado me relajo con un breve suspiro de alivio, miro a mi viejita dispuesto a disfrutarla para mí solo, aunque sea por un ratito, pero todo se derrumba nuevamente. Ahora es la voz de Ismael la que viene a interrumpir este delicado instante de felicidad.
—Ah, ya llegaste. Y todavía estái llorando.
—¿Por qué le habla así a su hermano? —salta en seguida mi madre— ¿Qué no sabe que se cayó y se pegó muy fuerte? ¿Y dónde estaba usted que no lo vio? ¿Por qué no se vinieron juntos de la escuela?.
—Sí, claro. Se cayó.
—¿Qué está murmurando ahí?
—Nada.
Me hundo. Ojalá pudiera ovillarme y desaparecer.
—¿Cómo que nada? Danilito se cayó y se rompió la cabeza. ¿No ve acaso como la tiene, toda ensangrentada?
—Sí, si la veo. Pero eso no fue por caerse. ¿Que no le contaste?
—¿Qué está diciendo su hermano, Danilito? A ver, míreme, no se me esconda. Usted me dijo que se había caído. ¿No fue eso lo que pasó? Ya, pues, míreme ¿no fue eso lo que pasó, le digo?
—Este cabro me tiene más cansado. Me hace pasar puras vergüenzas no más. Yo quiero que me cambien de colegio. No quiero ir más con él.
—¿Qué está diciendo usted, Ismael? ¿Danilo? Qué quiere decir su hermano con eso? ¿Ismael, qué significa esto? ¿Qué fue lo que le pasó a su hermano hoy?
—Unos compañeros le pegaron.
—¿Le pegaron? ¿Cómo que le pegaron? ¿Por qué?
—¡Pregúntele a él, poh, pregúntele! Yo ya estoy cansado de defenderlo. Estoy cansado de que me hagan burla por tener un hermano mariquita. Ya no quiero ir más al colegio. ¡No quiero ir más!
Un portazo. Silencio. Los brazos de mi madre comienzan a aflojarse. No, mamá, no me suelte. No me deje. No…
—Danilo, míreme. ¿Es verdad lo que dice su hermano? Respóndame. Míreme, pues.
Pero yo ya no quiero mirarla.
III Estación
Querido Danilo:
Espero que al resibo de la presente te encuentres bien. Yo estoy muy bien tanvien. Tal vez te paresera raro que te escriba una carta si bivimos tan cerca. Lo que pasa es que no se si me atreveria a desirte en persona lo que tengo que desirte. Asi que prefiero aserlo asi. Espero que no te enojes y me entiendas. Danilo, tu sabes que desde chicos tu as sido siempre mi mejor amigo. Siempre hemos sido como compadres en todo, y lo hemos pasado super bien los dos, sobre todo en verano, cuando bamo a bañarnos al río. O cuando salimos al campo a buscar lagartijas.
Pero tengo que desirte que ya no bamos a poder ser mas amigos. Mi papa me dijo que si me veia contigo de nuevo me iba a sacar la mugre con la correa. No quiso decirme por que. Mi mama tampoco quiere desirme nada, pero ella le hace caso a mi papa, y tanvien me prohivio verte.
Asi que me despido, amigo mio. Que te balla super bien. Tu amigo para siempre.
Aurelio.
V Estación
—Lo que me cuentas es muy triste, hijo mío —sus ojos acuosos me miran con un dejo entre lastimoso y escandalizado. Había estado casi una hora en mi soliloquio mientras él escuchaba sin mirarme, asintiendo o negando a veces con un gesto o con un chasquido de lengua hasta que por fin se había decidido a hablar—. Vas a tener que esforzarte por caminar por los senderos del Señor, que indudablemente están muy lejos del mal camino en que transitas ahora. Eso que me cuentas es muy grave, Danilo, es contra natura y contra las leyes de la Santa Iglesia.
—Pero, padre —intento explicarle, justificarme tal vez— yo no siento que haya cometido pecado. Todo lo que le cuento es parte de un secreto que no conoce nadie. Yo no elegí sentirme de esta manera, por eso es que quería hablar con usted, para que entienda...
—¡Entender qué! —ruge— ¡Entender qué! ¿Acaso quieres que te dé mi bendición? No, no esperes que yo o el Señor te miremos con ojos condescendientes, muchacho. Estás en pecado mortal. Esos…“sentimientos” como les llamas no tienen cabida en un alma pura. No me pidas que entienda nada.
—Bueno, padre —me levanto, avergonzado y arrepentido de haberme puesto en esta situación—. Perdone, no quise hacerlo enojar. Es mejor que me vaya. Permiso.
—No, espera —me detiene tomándome de un brazo—. Espera, perdóname tú. Hablemos. Ven.
Me conduce a su oficina, suave y amable esta vez. Me ofrece asiento. Mientras me acomodo escucho a mis espaldas el ruido del cerrojo de la puerta.
—Para ponernos a resguardo de oídos indiscretos — dice sonriente. Es él quien parece incómodo esta vez, con mirada esquiva toma asiento tras su escritorio—. Bueno, Danilo, quiero que me cuentes ¿sabe alguien más lo que me has dicho.
—No, padre, nadie.
—¿Nadie? ¿Ni tu mamá ni tu hermano, algún amigo?
—No, padre. Jamás me he atrevido a decirle nada a nadie. Me decidí a contárselo a usted porque ya no aguanto las burlas de mis compañeros, la pena de mi mamá y el desprecio de mi viejo. Para que usted me explique por qué el Señor me hizo así. ¿Me está probando acaso? Yo no quiero ser diferente a los demás. No quiero sufrir ni hacer sufrir a mis viejos.
—Oscuros para nuestro pobre entendimiento son, a veces, los designios del Señor, Danilo –se levanta, se sitúa a mis espaldas y apoya las manos en mis hombros. Doy un respingo—. Tranquilo, m’hijito. Todos llevamos una cruz a cuestas. Todos la llevamos…incluso uno mismo.
—Sí, padre. Pero, ¿por qué a mí? Yo quiero de verdad ser igual a mis compañeros. No deseo sentirme atraído por ellos de esta manera. Quiero que me vean como a un igual, como a un hombre.
A duras penas contengo los sollozos, no quiero parecer más marica aún ante mi confesor. Pero siento inquietas sus manos en mi espalda, como apremiantes. Trato de zafarme de su abrazo incómodo.
—Ahora sí que me voy, padre, se me hizo tarde, me esperan en la casa con el pan para la once.
—Pero espera, m’hijito, espera. ¿Cuál es el apuro? No te sientas mal. ¿Te molesta que te acaricie? Si sólo es para consolarte. ¿Qué no lo ves? El Señor, a través de mí, te envía su consuelo. Quédate tranquilito. Déjame hacer a mí, vas a ver que te vas a sentir mejor, vas a ver.
Su voz es ahora un susurro, cautivadora. Lo miro de reojo. Un ligero temblor le agita la barbilla y le asoma saliva entre las comisuras de los labios. Doy vuelta la cara y siento su entrecortado aliento en mi cuello.
—Quédate tranquilito, tranquilito, no te va a pasar nada malo, ya lo verás. Éste va a ser nuestro pequeño secreto. Tuyo y mío, tranquilito, ya, ya. Déjame que te consuele.
Mete una mano bajo mi camisa mientras la otra, afanosa, avanza lentamente por mis muslos, buscando mis genitales. Ya no dudo de sus intenciones, recurriendo a todas mis fuerzas me levanto de golpe, asqueado. Lo paso a llevar y cae aparatosamente de espaldas. Desde el suelo me mira con ojos desorbitados, pensando tal vez que voy a golpearlo se cubre la cara con los antebrazos.
—¡No me pegues, por favor, no me pegues! ¡Respeta la casa del Señor! ¡Soy un sacerdote, no me golpees!
Solloza aparatosamente y yo, más sorprendido que nada, sólo atino a coger la llave que ha dejado en algún momento sobre el escritorio y corro hacia la puerta, la que no consigo abrir a pesar de mis forcejeos en la cerradura.
—¡A dónde crees que vas, maldito! —me atrapa el cuello con un brazo y me tira hacia atrás, al mismo tiempo que me habla agitadamente al oído—. Eres un enviado del demonio, Danilo. Él te envió ¿cierto? Me sabe débil y pecador, pero no se saldrá con la suya, ¡me resisto!, ¡lo rechazo! ¡Retrocede, Satanás, no lograrás hacerme caer en tu trampa! Y ahora seguro que vas a ir a contar quizás qué cosas de mí. Seguro que vas a salir a denigrarme delante de la parroquia. Pero es tu culpa, maldito. Tú me condujiste a esto, tú me tentaste. ¡Demonio, maricón de mierda!
Dándole un codazo logro que me suelte y vuelvo a la puerta. Esta vez logro abrirla y corriendo, despavorido, atravieso el salón parroquial en busca de la calle. A esa hora el patio está lleno de gente. Señoras y niños, incluso algunos compañeros de colegio que alcanzo a divisar, seguramente asistiendo a sus clases de catequesis. Trato de abrirme paso entre ellos sin atreverme a mirar atrás.
—¡Apartaos! ¡Apartaos de él! ¡No le toquéis! ¡No permitáis que os roce con su aliento inmundo! –brama el patriarca a mis espaldas—. ¡Lleva el demonio dentro! Seguramente intentará difamarme inventando sucias calumnias acerca de vuestro pastor. Pero no le creáis, es obra de Satanás, y este maldito es su enviado. ¡No creáis nada de lo que de mí os diga este pecador!
Todo parece transcurrir en cámara lenta. Intento avanzar en la multitud pero sus miradas son como rayos que me atraviesan e inmovilizan. El sudor me nubla la vista y apenas distingo los rostros de quienes me rodean.
Se apartan poco a poco formando un pasadizo que se me hace interminable a medida que avanzo con lentitud hacia el final del mismo. Extrañeza, burla, asco, espanto, mil expresiones atraviesan mi cuerpo. Mil latigazos me cruzan la cara. Y en el medio, rojo de rabia y humillación, mirando al suelo para ocultar su rostro, mi hermano Ismael.
—¡Aborrecedlo! ¡Que jamás vuelva a profanar la santa morada del Señor! ¡Perjuro! ¡Calumniador! ¡Sacrílego! ¡Aborrecedlo! ¡Aborrecedlo!”. Las risas, las burlas, el desprecio, la calle, Ismael, los gritos, el miedo, la calle, la vergüenza, la vergüenza, la vergüenza…
VI Estación
Querido Danilo:
Perdóname por no haberme atrevido a decirte esto en persona, pero me sale más fácil escribírtelo. No pienses que tengo algo en contra tuya, al contrario, me caes muy bien y hasta algo de cariño te he agarrado en este tiempo que hemos estado saliendo juntos. Creo que eres una buena persona, pero es mejor que no nos veamos más. Al principio no quise hacer caso de las cosas que decían de ti en el liceo y en el barrio. Los cabros son pesados y pensaba que hablaban de envidia y de puro mal intencionados. Pero en estas semanas que hemos estado juntos me he dado cuenta de que tú tienes algo que me incomoda. No se explicarlo, pero siempre te noto como tenso, como medio forzado a comportarte de una manera que no es la tuya. Yo creo, Danilo, que tienes que ir a un médico. Yo no soy la respuesta a tu problema, y tampoco quiero que me uses como pantalla. Ayer el Jorge me pidió pololeo y le dije que sí. Y él no quiere que me junte más contigo. De verdad que me da pena, pero pienso que es lo mejor para mí, y también para ti, para que asumas tus trancas y te decidas a enfrentarlas de una vez por todas. Tú sabes a qué me refiero. Te deseo lo mejor y que puedas encontrar la felicidad. Adiós.
Con mucho cariño
Rosita.
IX Estación
—¡Uuuuuuy! Que venís contenta, Gladys. ¿Qué, viste al lolito de la esquina acaso?
—¡Ay, niña, no! Pero estoy casi ahogada de emoción. La calle está llena de militares. Se ven tan lindos con sus trajes moteados, si me encantan, ¿cómo voy a ser tan quemada que no me pinche uno para mí solita? Andan todas las yeguas revueltas allá afuera tirándoles los calzones, me da más rabia.
—Pero Gladys, ¿qué huevadas estai diciendo? Los milicos no andan de visita por acá. Me huele a allanamiento esta cuestión. Más mejor que nos encerremos y no salgamos hasta que se vayan. Por si acaso, digo yo.
—¿Pero por qué? ¿Tenemos algo de qué tener miedo nosotras? Los que tienen que andar escondidos son los comunachos. Ellos son los que tienen que estar asustados. Me tienen más aburrida los huevones con sus barricadas y los cortes de luz. Si hemos estado a pura vela este último tiempo. Ojalá los agarren a todos y los manden a, a…no sé, poh. A la conchesumadre que los manden, por huevones.
—¿A tu hermano también, Gladys? ¿También tienen que llevárselo?
—El Marcelo es tonto. Muy hermano mío será, pero de que le lavaron el cerebro los humanoides… ¡Ja, ja, ja, qué buena esa frase del Almirante! Si me reí tanto el otro día cuando lo vi en la tele. Es tan simpático el viejito. No sé por qué dicen que está siempre curado. Si él habla así porque es elegante, un dandy que le dicen ¿no creís tú, Chela, que es el más gente de los cuatro?
—No sé, Gladys, de repente me dejai p’adentro con tus gustos. No te entiendo, ¿sabís? No entiendo como podís simpatizar con los milicos después de todo lo que ha pasado en tu familia. P’tas, si a mí me hubieran matado a al viejo no andaría celebrándoles las gracias a sus asesinos.
—Tú sabís que no me gusta que me saquís ese tema a colación, Chela, te lo he repetido hasta el cansancio: mi papá murió en un accidente, él nunca tuvo nada que ver con política. Mi familia es gente decente. El Marcelo es el único que desentona pero ya se va a dar cuenta de que lo están utilizando. Pero mi familia es gente bien, tú sabís perfectamente.
—¿Él es el único que desentona, Gladys? ¿Tú no acaso? Además no hablís tan mal del Marcelo, no seai desagradecida. Es el único de tu familia que te habla ¿o no? ¿O acaso se te olvida que tu familia, tan gente bien que los han de ver, te dieron la cortada hace tiempo ya? ¿Ah? ¿Ya te olvidaste de todo lo que lloraste cuando te echaron a la calle? Pucha que tenís mala memoria, y no me vengai con el cuento del accidente. A tu papá lo mataron los milicos por ser dirigente en la pega, eso lo sabe todo el mundo pero vos no, dale con negarlo. ¿Hasta cuándo?
—¡Ya córtala! Que no quiero hablar más de eso, te dije. No quiero. Y anda a abrir la puerta mejor, ¿que no oís que están golpeando? A lo mejor algún militar necesita un vaso de agua. Voy a ir a arreglarme un poco, más mejor, no vaya a ser que me vean en esta facha y después ni me pescan. Pucha que me hacís pasar rabia tú, oye, eris más… ¿Ya abriste? ¿Quién era? ¡Oye, pos sorda, contéstame? ¿Quién golpeaba? Pucha la yegua pa pesá esta ¿Qué no podís contestar cuando te hablan? ¿Quién era, poh, contest… ¿y tú? ¿Qué hacís acá? ¿Y por qué venís en esa facha y con esa cara?
VIII Estación
Se vuelve a mirar al espejo. Debe ser la veinteava vez en la última media hora que se repasa el maquillaje. Vuelve a alisarse las cejas vigilando rigurosamente el trazado, ni un solo vello fuera de lugar debe alterar la perfecta simetría de sus líneas. Otro toque de rímel destaca aún más la sedosidad de sus pestañas postizas. El lápiz labial recorre, nervioso, los trompudos labios de un rojo furioso. Es que la espera le altera los nervios. Las agujas del reloj mural insisten en marcar la misma hora de hace diez minutos. Si le parece que giraran en la dirección contraria a la habitual, obstinadas en retrasar el encuentro que hace días le tiene durmiendo poco y mal. Lo único que hace es pensar en ello. No tiene otro tema de conversación que esta cita que nunca llega. La Gladys ya no quiere escuchar una palabra más acerca del Roberto, compañero de trabajo de la Chela, su confidente y ahora, desde que le hiciera la invitación a bailar, el dueño de su loco, loco corazón. Es tan feliz.
Y es que él es diferente. Desde un principio le miró de manera distinta. Nunca le hizo ninguna broma pesada ni le silbó al pasar, ni menos le dio un agarrón a la maleta como los otros brutos, aunque no sabe en verdad cómo habría reaccionado si hubiese sido él. Le da cosa de sólo pensarlo.
Es un puro atado de nervios cuando camina del baño al living y de vuelta a la cocina. La Gladys observa su angustioso paseo entre divertida y preocupada. Se pregunta si no le romperán una vez más su ya zarandeado corazoncito. Son tantos los que se han aprovechado de sus sentimientos y de sus escuálidos ahorros que teme que una vez más le suceda lo mismo. Pero se calla. No quiere ser pájaro de mal agüero y estropearle la ilusión con advertencias que, de tanto repetirlas, se han vuelto ya palabras huecas.
Suena la aldaba de la puerta. Gladys va a abrir. Desde el baño la Chela escucha una voz de hombre, amable, que saluda y pregunta por ella. La Gladys le dice que espere, que ya viene. Lo deja en la puerta y se encamina al baño, a avisar que el Roberto ya llegó.
Mirándose por última vez al espejo y dándose el último toque de rouge, Danilo, Chela ahora, se echa un echarpe de seda rosada a los hombros, emerge radiante del baño, coge a la pasada su cartera imitación Gucci y sale a la noche llena de estrellas, ilusiones y promesas por cumplir.
X Estación
—¡Cierra la puerta, rápido!. Y apaguen la luz también, que no se vea para adentro —jadea Marcelo, que de un salto se ha metido dentro de la pieza. La Gladys y la Chela, saliendo del estupor, obedecen con premura—. Chela, despacito, asómate a la ventana y mira si hay alguien afuera.
—¿Qué es lo que te pasa a ti, oye? ¿Y por qué venís a dar órdenes en mi casa?
Brazos en jarra, la Gladys se planta frente a su hermano mientras le dice a la Chela:
—Quédate ahí no más, si quiere mirar que mire él, pero que no venga a mangonearnos a nosotras. ¿Que se ha creído éste que somos?
—No, si está bien, negrita, no te hagas mala sangre —concilia la Chela mientras corre con cuidado la cortina—. No se ve a nadie afuera, Marcelo. Está todo tranquilo, la gente se metió a sus casas y tienen todo cerrado.
—Sí, ya se dieron cuenta de que viene pesada la cosa, tienen toda la pobla rodeada, ya no se puede entrar ni menos salir —se derrumba en el sofá—. Negrita, disculpa que haya entrado así, pero corrí como diez cuadras para alcanzar a llegar acá sin que me vieran. ¿Tenís un vasito de agua?
—Sírvetelo vos mismo, poh, ¿qué, estái operado acaso?
—Qué te ponís pesada, oye, ¿qué no veís que viene cansado? Yo te lo traigo, Marcelo, quédate ahí no más —con paso presuroso la Chela se dirige a la cocina.
—¿Y? ¿En qué andái ahora? Asustado te veo —pregunta la Gladys ya más tranquila.
—Claro que tengo julepe, poh, si la cosa está fea, y ustedes dos mejor que ni se asomen a la puerta, ¿no supiste lo que pasó la semana pasada en La Legua?
—No, ¿qué pasó? —interrumpe la Chela chorreando agua con su pulso tembleque— Algo me llegó pero nadie quiso darme detalles.
—Agarraron a varias… chiquillas, las apartaron del grupo de los hombres y se las llevaron nadie sabe dónde —dice Marcelo mientras mira hacia la calle por una rotura de la cortina—. Todavía no vuelve ninguna.
—¡Esas son puras habladurías, puro pelambre de las viejas de acá para asustarnos a nosotras! —se indigna la Gladys—. Eres muy gil, Marcelo, seguro que te inventaron eso porque saben que eres hermano mío. Esas yeguas de mierda, ¡cuándo nos dejarán tranquilas!
—No, Manuel, hermanito, eso lo supe por otros conductos que no tienen nada que ver con las vecinas —bebe con avidez del vaso que le ha extendido la Chela—. Créanme, lo peor que podría pasarle a ustedes sería terciarse con un operativo.
—¿Hasta cuándo, mierda, cuántas veces te tengo que decir que nunca más volvai a llamarme Manuel? ¿Cuándo vai a entender que ese Manuel que conociste murió hace más de cuarenta años ya, el mismo día que nuestro viejo me echó de la casa? ¿Por qué a la Chela no le decís Danilo, entonces? Todo por hacerme rabiar, como siempre. ¡Cuando no es por política es por esta huevá!
La Gladys parte chancleteando, furiosa, hasta la cocina. La Chela y Marcelo se miran confundidos mientras la oyen trajinar de un lado a otro hasta que la ven salir con una bolsa en las manos.
—Ya, mierda, te voy a demostrar que estái hablando puras huevadas no más. Porque si no son las viejas de la cuadra las que inventan esas mentiras seguro que son tus amigos rojos los que andan desparramando, que es lo único que saben hacer —la Gladys abre la puerta decididamente y se lanza a la calle—. Voy a llevarle estos sanguchitos a los pelados, que harto hambrientos deben estar a estas alturas del día.
—¡Negra, espera! ¿Dónde vas? ¡Espera! No seas loca —la Chela corre tras ella, pero la Gladys ya está en la calle y enfila hacia una patrulla que aparece en la esquina—. ¡Gladys, devuélvete, que nos van a ver!
—¡Escóndanse, vuelvan acá! —susurra desesperado el Marcelo, que corre tras ellas, tratando de que su voz las alcance antes que los militares— ¡Nos van a agarrar a todos!
—¡Alto ahí! —ordena apremiante la voz de mando—. ¡Arriba las manos! ¡Todos contra la pared!
Marcelo trata de devolverse a la casa, pero el estampido de un fusil lo paraliza en el lugar antes de que pueda lograrlo. Alcanza a percibir la mirada de espanto de la Chela y a la Gladys que, desconcertada, intenta mostrarle a los soldados los panes con mortadela que lleva en las manos.
—Cagamos —exclama Marcelo—. Ahora sí que cagamos.
Y siente los primeros culatazos en los riñones.
XI Estación
El joven teniente examina el cuerpo inmóvil y ensangrentado de Marcelo. Lo remueve con una de sus botas pero no encuentra respuesta, ni siquiera un quejido. Observa ahora a las dos mujeres que lloran a su lado. Una de ellas, la más vieja, le parece terriblemente fea y la desecha en seguida. Pero la otra, la que se ha identificado como la Chela, está pasable, del tipo calentona. Su minifalda, que deja asomarse al calzón negro, comienza a excitarlo. La agarra de un brazo y la dirige al interior de la casa, mientras ordena a los soldados que esperen ahí, a discreción pero sin descuidar la guardia. Alcanza a dar unos pasos cuando escucha la voz de su segundo, el veterano sargento al que los hombres parecen respetar más que a él mismo. El sargento se le acerca y le susurra algo al oído. El rostro de por sí blanco y lampiño del oficial, palidece aún más, pero las sonrisas burlonas de sus subordinados, que parecen divertirse con la escena, lo vuelven grana en cuestión de segundos. Descompuesto de cólera se vuelve hacia la paralizada Chela, a quien un líquido tibio le está corriendo por las piernas.
El teniente le escudriña el rostro. Repara en la nuez que sube y baja nerviosa en su cuello, medio oculta por un pañuelo de organdí, en sus manos demasiado grandes, en las pestañas postizas que comienzan a humedecerse mientras el rimel se transforma en una mancha negruzca que oscurece su aterrada mirada. De un solo golpe comprende todo. Claro, él jamás había conocido a nadie así. Sus hombres saben, lo supieron siempre, él no. Él no había pisado jamás estas poblaciones, hasta ahora. En sus barrios no se ven estos esperpentos. De un solo golpe le queda clara la situación, y de un solo puñetazo en su rostro pintarreajeado, derriba de espaldas a la Chela.
—Que los lleven a la cancha con los otros detenidos —ordena el teniente.
—¿Qué hacemos con el otro? —consulta el sargento.
—Déjenlo ahí, ya lo recogerá alguien.
Y así, entre burlas, empujones y culatazos, conducen a la Chela y a la Gladys rumbo a su calvario.
XII Estación
Yo lo vi, compadre, no me lo contaron, lo vi con mis propios ojos porque yo estuve ahí, junto con los demás. Nos tenían a todos de guata en la tierra, a pleno sol, cagados de sed y de hambre, toda la mañana sin poder comer, tomar agua ni fumar, mientras nos iban llamando de a dos a las mesas donde nos pedían el carné y nos preguntaban puras huevás que no entendíamos. Yo trataba de hacerme el simpático con los pelados pa’ ver si soltaban un puchito, pero lo único que conseguí fue este conchazo en la cabeza ¿Ve cómo me dejaron? P’tas, si me duele de sólo acordarme. Bueno, estábamos en ésa cuando cachamos que traían a las locas del pasaje 10. La Chela y la otra, la más vieja. Los pelados se pusieron a reír y a chiflarles pero cuando vieron la cara que traía el tenientito se quedaron calladitos. El teniente, poh, ese cabrito rubio, se veía que venía muy quemado y con ganas de terciarse al primero que se le cruzara. Al tiro cachamos que algo malo se venía. Las locas venían llorando y muy machucadas. A la Gladys, la más vieja, le habían quitado la peluca y ahí cachamos que era medio pelá. Como que se le habían caído mechones de pelo y se sujetaba las pocas mechas que le quedaban con un gorro de panty. Le faltaba una chala y cojeaba mucho. La Chela se veía más entera, pero tenía la mini toda embarrada. Parecía que se había hecho de susto y seguro que la habían tirado al tierral, porque venía con las piernas llenas de barro. Nosotros también nos reímos al principio, pero después cuando vimos cómo las traían nos anduvo dando como pena. Si igual eran buenas gallas. No molestaban a nadie y siempre convidaban un pucho cuando uno andaba corto. Yo, por lo menos, no tenía nada contra ellas. Además que trabajaban pa’ la Panamericana, nunca se metieron con nadie aquí en la pobla. Yo no sé qué les pasó con el teniente, pero el huevón era el que peor las trataba. Los otros no, estaban como espantados, sobre todo cuando el rucio sacó la pistola y le apuntó a la cabeza a la Gladys. En eso el sargento viejo se le acercó y le dijo algo. Entonces el teniente guardó la pistola y se quedó como pensando pa’entro, pero enrabiado, se le notaba a la legua. Entonces les gritó a unos pelados que trajeran a todos los pastores alemanes que tenían pa’ cuidar que nosotros no nos arrancáramos. ¿Cachai que esos perros son re’ bravos? Están entrenados para matar los huevones, son terribles. Entonces el teniente hizo levantar a las loquitas que se habían echado al suelo, entre asustadas y cansadas, y se largó con tremendo discurso, que la patria, que los comunistas, que los maricones, que los tiempos habían cambiado, que no había espacio pa’ ellos, como que no le entendí mucho, era medio atravesado pa’ hablar el loco. En eso, les dijo que las iba a dejarlas irse, pero que tenían que correr. Que si llegaban al otro arco de la cancha antes de que contara hasta diez, se salvaban. La Gladys, la pelaíta, no quería y se puso a gritar, se le abrazó a las piernas suplicándole, como que cachaba lo que iba a hacer el conchesumadre, pero a patada limpia la hizo soltarlo y sacó la pistola de nuevo y pasó bala, que si no le obedecían se las echaba ahí mismo. Entonces las pobres locas tomaron de las manos, caminaron un poco primero y entonces se echaron a correr. Ahí se pusieron todos a reír de nuevo porque las pobres apenas podían trotar a pata pelá, ¿no veís que la cancha tiene cualquier huevillo y duele cuando uno corre sin zapatos? Se veían divertidas igual las locas tratando de arrancar. Los pelados les gritaban y les hacían barra. La Chela iba adelante, sujetándose la peluca con una mano, pero se devolvió a ayudar a la Gladys que era la más jodía. Ahí todos nos relajamos. También le gritábamos, nos reíamos pensando que les faltaba poco para llegar al otro lado y que, mal que mal, la habían sacado barata. Entonces fue cuando el conchesumadre les soltó a los perros. Oiga, no sé cómo, pero en un segundo estaban encima de ellas, como cebados. Pa’ mí que a esas bestias las alimentan con carne humana, porque ¿cómo tan salvajes? Eran como ocho o diez los pastores alemanes, y se les fueron todos encima. Páseme otro trago, mejor, que me da mucha rabia acordarme. Lo único que le puedo decirle es que esas loquitas no le hacían mal a nadie. Y yo estuve ahí, ¿ah? Yo lo vi con mis propios ojos, no me lo contaron.
XIV Estación
La Chela mira al cielo y suspira. Los perros, agotados, dejaron ya de morder. Retroceden, como sabiéndose culpables de algo que no terminan de entender, pero que intuyen espantoso. Está lindo el cielo, piensa la Chela, con ese azul intenso de primavera temprana que siempre le hacía sentir, apenas asomaban en los ciruelos los primeros tintes rosa, que a pesar de los pesares esta vida sí valía la pena vivirla. No siente dolor, pero sí mucha sed por el polvo que se le mete en la garganta, ojos y fosas nasales. Pero eso es un detalle nimio comparado con la profunda quietud que comienza a inundarla. Todo es silencio en esta clara mañana de Agosto. Ya no siente inquietud ahora que sabe que todo está por terminar, ahora que sabe que la Gladys, su amiga de toda la vida, ya no tiente miedo, que está tranquila, que sus preocupaciones y angustias han cesado por fin. Suspira, cierra los ojos y dulce, quedamente, comienza a dejarse ir.
Se quiebra de pronto el instante de paz con las voces de los soldados que se acercan.
—¡Éste está muerto, mi teniente!
—¿Y el otro?
—¡Casi, mi teniente, parece que todavía respira!
La Chela recuerda entonces que su sueño de lola era morir de amor en los brazos de un uniformado alto, rubio y de ojos azules. Después de todo, sonríe, esto es lo más parecido que pudo tocarle. Siente pena por el teniente. Aún en medio del horror no puede dejar de percibir la belleza de sus rasgos, tan rubiecito, con carita de niño recién salido del colegio.
Le recuerda tanto a un amigo que tuvo cuando chica, rubiecito también, el Aurelio, y le pasan rápidas, como en una película a velocidad incrementada, imágenes de luminosos días de sol y dos mocosos de 8 años, tomados de la mano, corriendo por los dorados trigales en busca de las esquivas lagartijas. ¡Qué lástima que con el teniente no se hubiesen conocido en otras circunstancias! Está absolutamente segura de que si él hubiese podido conocerla mejor, la habría mirado con otros ojos y tal vez hubieran sido buenos amigos. Tal vez.
Sus pensamientos se interrumpen cuando ve encima suyo el rostro descompuesto del oficial, que constata horrorizado los resultados de su accionar. La Chela quiere decirle que no se preocupe, que no le tiene rabia, que el puñetazo en la cara ya ni le duele, que su cuerpo ya no siente nada y que tampoco le duelen las mordidas de los perros, pero no puede articular palabra. Le regala entonces la más tierna de sus miradas, como si sus sedosas pestañas postizas todavía estuviesen en su lugar. Le apena ver, desencajada por la repulsa, su pálida carita de niñito bien. Quisiera que esos ojos azules la miraran, por un momento al menos, con ternura, con cariño, sin asco. A pesar de todo ella, que tiene el corazón tan grande, siente afecto por ese jovenzuelo que aparta la vista ahora, y le dan ganas de hacerle cariño, de tocarlo, de decirle que no se aflija, que le perdona todo. La Chela, con su corazón rebalsándole lo que le queda de pecho, siente que casi ama a este hermoso muchacho rubio que ahora, desenfundando su pistola de servicio, se aparta un poco de ella para no salpicarse el uniforme con el tiro de gracia.
H.O.M., Las
Cruces, Mayo de 2009.